Friday, July 28, 2006

HABLAR DE ESPAÑA

Libro gratis. Conjunto de ensayos morigerados sobre lo que España es y lo que somos los españoles.




TODO LO QUE NO PUEDES DECIR


HABLAR DE ESPAÑA
































Arturo Robsy














Todo lo que no puedes decir. (Cuaderno de escritor mudo.)

HABLAR DE ESPAÑA
© Arturo Robsy
ISBN 84-607-8030-9
Número de registro: 3856103





Delantal que se pone al libro.


Panorama:

El hombre es un ser sometido a instintos, como el de conservación o el gregario, y a reflejos como el de la búsqueda (qué difícil es dejar de buscar algo extraviado). Sometido. No hay libertad frente a ellos ni frente al tiempo que toca vivir. Llegar a percibir que hoy no es ayer, que se han modificado los principios activos de nuestro mundo, es difícil. Más si se trata con demagogia.

Hay que contar siempre con que la metafísica no pesa en los postulados que rigen el rumbo de la sociedad. Hay que atenerse, críticamente, a lo que hay, sabiendo que no se busca lo permanente y que se silencia la trascendencia de lo que realmente trasciende.

El mundo del hombre, el único verdaderamente accesible, es la sociedad y, en específico, la propia, en la que se ha formado y cuyo paso debe seguir, a gusto o a disgusto, o aceptar el riesgo de quedarse fuera. La sociedad es un sino, algo a lo que estamos condenados, un principio automático de sometimiento que, si falla, es restaurado por la coacción o la coerción: Policías y jueces cuidan de ello. Y quienes legislan.

Los poderes, antes legitimados por la fuerza o por la voluntad de Dios o por el talento de un líder verdadero, nato, ahora se atribuyen a decisiones del pueblo, que es un falso ente si no se le considera en masa, como masa. De ahí que la gobernación (dígase política si se prefiere) se haya convertido en la “creación de opinión”, en la enseñanza no pedida de ideas no razonadas, voluntariamente fáciles, masivas y repetitivas. Para entender la época, la política ha de considerarse como marketing, imagen de marca, doctrina extrema que se dice tolerante tanto más cuando actúa como censura y borrador de la historia. La política no es ya un enfrentamiento de ideas y de soluciones diversas para unos mismos problemas, sino método psicológico y sociológico en beneficio de la persistencia del poder de cada momento.

La sociedad, como el dinero, se basa siempre en una mentira generalmente aceptada: eso la vuelve inestable y dependiente de la propaganda constante, de un ruido de fondo que impide escuchar lo que realmente sucede y se dice por quienes no disponen de medios de información, que es lo mismo que no disponer del dinero necesario.

Esté donde esté el poder –normalmente en la grandísima empresa- no cree que haya derechos naturales, porque no existen por el hecho de nacer. Los hay por concepción ética, temporal, basada en las ideas predominantes: como emanación, quizá, de unas ideas incompletas de justicia y de libertad, modificadas cada día, según las necesidades. Además, tales derechos, aunque legislados, obligan a las administraciones, no a las empresas que se mueven desde la mentira pública a los clientes preferentes: ninguna igualdad se les exige; ninguna veracidad: tratan al hombre en función de sus conveniencias. También el Estado, convertido en muchos casos en departamento de ventas del poder general.

Un muro, la barrera del tiempo, nos separa de muchas de las ideas que aprendimos como verdaderas durante nuestra socialización. Parece que se ha decidido mantener al hombre en estado de cambio permanente aun a costa del estrés o de la dislocación de su personalidad. Lo común es vivir en lo que ya se ha modificado y negarse a aceptar, pese a las pruebas, que hoy la moral la dicta la economía, la máxima fuerza de transformación del modo de vivir.

Quizá sea urgente que las empresas se sometan al cumplimiento de los derechos y deberes que se contienen en las constituciones y en la liberal declaración de los derechos humanos de 1947, aunque tal declaración, ahora se ve, tuvo un carácter instrumental, propagandístico: convencer de que el mundo era así, o sea, como no era ni será.

Las sociedades, que han creado el principio de autoridad apoyadas en el instinto gregario del hombre, solieron llegar a un grado de civilización que las obligó a resguardarse de ella, a atar corto al poder para preservar alguna libertad. Desde hace ya dos siglos, parece que se desanda el camino, pero sin dejar de predicar los objetivos de libertad, igualdad y legalidad, e insistir en la separación de poderes. Un hecho «descivilizador.» Viene al caso razonar que el poder, para serlo y actuar como tal, ha de ser único y no sometido a ninguna fiscalización, por lo que, para no chocar con su propio discurso, ha de ser discreto, secreto, oculto, ya que todo poder aspira a perpetuarse, es decir a su máximo beneficio. Aspira a ser universal.

En el caso actual, cuando el poder está basado en lo económico, que controla, usa para su estrategia última, el dominio universal, la misma táctica que llevamos observando en el ejército norteamericano (y en otros menos afortunados por falta de capacidad) desde hace un siglo: el ataque masivo desde la superioridad técnica, abrumadora, de sus medios ofensivos, sin ninguna otra consideración moral, ni cálculo de sus costes sociales y humanos.

El obejtivo final de sus diferentes acciones estratégicas es eliminar al enemigo; no conformarse con someterle. Así mirando, el equivalente social de la bomba de hidrógeno es el medio de información masiva, la irrupción en la conciencia individual acompañada por la erradicación de estudios como la filosofía, la historia, la lógica. Desarmar la mente y la atención razonable del hombre.

¿A que extrañarse, pues, cuando se comprueba que los programas electorales entran de lleno en el mercado de futuros? Nos consta que, según sean, las bolsas suben o bajan, lo que no es prueba pequeña. Mercado de futuros, donde cuanto más se predica que han sido cumplidos los objetivos, menos realizados están. Por eso los gobiernos modernos, obligados a usar técnicas comerciales, propaganda masiva, batallas políticas de vuelo raso, promesas imposibles, se dedican plenamente a la agitación social. Son las herramientas del cambio que necesita la fuerza para alcanzar sus diferentes fines en cada instante.

El cambio a la vida como competición impide la vida como cooperación, o sea, la civilización, que es convivencia armónica. Miremos bien el entorno: si aquí se compite antes que se coopera, es la señal de que somos ya nación invadida y dominada. Hombres explotados. Sirva lo dicho como vacuna contra la barbarie tiránica que avasalla nuestra civilización. Moloch.

La desarticulación del vehículo de lo que destruye, la desarticulación de los medios audiovisuales y de sus productoras de opinión masiva, es un objetivo de urgente justicia para impedir la intromisión en el juicio del lector y espectador. De libertad. No silenciarlos sino garantizar su veracidad y liquidar su censura monocorde.

No se pueden construir una sociedad y su gobernación sobre opiniones producidas y extendidas por empresas comerciales que se mueven por la espectativa de beneficios máximos. La opinión como producto de consumo. Como moda.

Un poder sin riendas.

Y
España en medio.

Se ha perdido en gran parte la noción de lo que es España y, sin contar la educación deficiente, esto se debe a que hablamos muy poco de ella y, en consecuencia, tampoco pensamos en lo que es.

Hay que partir de una evidencia sin discusión: España existe. Se le puede añadir algo más: España existe «todavía». Y este todavía se nos presenta como esclarecedor: a pesar del trabajo internacionalista de todos los partidos; a pesar de una sociedad más corrupta todavía, camino del caciquismo absoluto ; a pesar de las diecisiete autonomías, de los cientos de manifiestos separatistas, de la incuria del Defensor del Pueblo; a pesar de una intelectualidad que confiesa que no existe España y, caso de que existiera, no sabría para qué puede servir; a pesar de la prensa, de la televisión y de la escuela, el concepto de España existe «todavía»
.
Algo debe querer decir. España aún no es un recuerdo; más bien se trata de una realidad herida o, quizá, de una razón en trance de enloquecer, pero ahí está, más allá de toda discusión. Cierto que hay españoles a los que no nos gusta España y españoles a los que agradaría que España dejara de ser para convertirse en una segunda Francia o en una próxima URSS para mediados de siglo. También existen los que opinan que España es ahora lo que siempre debió de ser, pero estos son los comprometidos - vía bolsillo - con el sistema político y, por lo tanto, incapaces las más veces de comprender lo que España significa.

En otra esquina del mapa nos encontramos con los españoles que dicen ser otros más pequeños: catalanes, vascos, gallegos... cualquier cosa menos españoles. Suelen tener una concepción materialista del hombre (la raza, por ejemplo) y geográfica de la nación: la tierra convertida en razón de comunidad y considerada como patrimonio cultural: sería una manifestación de locura si no lo fuera de falta de formación.

Se pone aquí un «suelto» ejemplar, tomado de ABC el día 21 de Agosto del 2004, para que se observe a distancia la insania a la que obligan el disimulo de nuestra absurda situación y el poder de algunos:

Titular: «Ondean sin incidentes las cuatro banderas oficiales en la Semana Grande de Bilbao.» Malo viene el asunto cuando, aun sin incidentes, nos manejamos con cuatro banderas oficiales.

«Funcionarios municipales de Bilbao izaron, en la mañana de ayer, las cuatro banderas oficiales, la española, la europea, la de Bilbao y la ikurriña, en la balconada del ayuntamiento, con motivo del Día Grande de la capital vizcaína, sin que se registraran incidentes. [ahora vienen los incidentes que no se registraron y el tiempo que consiguieron tener en alto las banderas, que empezaron a izar poco antes de las ocho y media de la mañana] Sólo pretendió enturbiar el acto la presencia de un reducido grupo de jóvenes que abuchearon la colocación de la bandera española. Las banderas ondearon durante media hora, hasta que minutos antes de las nueve, los policías las retiraron. [ Un poco de confusión para mejorar la mixtura:] No se registró ningún tipo de presencia policial [¿y los que arriaban las banderas?], aunque durante la colocación y hasta la posterior arriada de las banderas, un helicóptero de la policía vasca sobrevoló el ayuntamiento.» O sea, que para que haya “incidente” ha de haber bomba. Como señala Calderón en boca de un alivio cómico, “Yo era un tonto y lo que he visto me ha hecho dos tontos.”

El suelto define muy bien la penosa actualidad de los últimos treinta años, y manifiesta que los políticos no izan banderas ni las arrían: trabajo peligroso que delegan en funcionario y policías. Tales actos, además, se hacen temprano, para esquivar a los que no sólo no se sienten españoles sino que han declarado la guerra a España por motivos de odio. Ondear la bandera durante media hora ya es temeridad o causa vergüenza a algunos, cuánto más defenderla. Para eso ya está la policía, que no hizo acto de presencia y, de un modo misterioso o metafísico, vigiló en helicóptero y bajó la bandera mientras aullaban los chacales. No obstante hay que decir que todos estos comportamientos son claramente españoles, excepto el disimulo y la pobre sintaxis de la redacción de la noticia: el que miente es un conejo. Al menos en España.

Bien se ve que amándola, odiándola, combatiéndola o defendiéndola, España sigue en la raíz de casi todos. España sigue siendo vínculo - positivo o negativo - y sujeto al que atribuir la historia buena o mala. Tiene una vida metafísica y esa vida, tan difícil de definir, es la clave que nos explica por qué no somos como los franceses o como los alemanes o como los italianos: porque somos españoles y compartimos, más aún que la tierra, una historia común, unas costumbres comunes, una fe, y muchos problemas.

Hemos de hablar, pues, de España una y otra vez, ya que es lo que más compartimos con nuestros semejantes. Hemos de averiguar en qué consiste España: la parte que cambia con el tiempo y la que permanece; los aspectos que cada generación añade al patrimonio común y los que cada generación hace desaparecer.

Cuando alcancemos un conocimiento válido de España, comprenderemos la mitad, al menos, de nosotros mismos: esa mitad colectiva, adquirida por contagio y formación pero no por nacimiento, que nos permitirá, también, entender mejor la realidad en que nos movemos y, por fin, modificarla hacia lo óptimo y terminar con dos siglos de miedo a España. Ese miedo que tantos desaciertos históricos explicaría.

Valga anticiparse y recordar que el amor, el cariño, la atracción son cosas distintas. Suelen contenerse en el Amor, que también existe por nuestra capacidad de proyectar ideales, sentimientos, carencias y belleza sobre aquello que inevitablemente nos enamora.

¿Es esto lo que empuja y padece quien ama a España? La pregunta es insoslayable: ¿hasta dónde se proyecta sobre la Patria ese que la ama? Cualquier respuesta será larga, pero se puede resumir con sencillez: proyectamos sobre España, desde la intimidad del alma que busca, cuanto podríamos compartir honradamente, con desprendimiento y esperanza. Más la poesía.


VENDA QUE SE PONE.

En esta tierra y en esta hora sería osadía publicar los mínimos ensayos que siguen sin poner anticipadamente la venda que cure las críticas previsibles. Cuando los sucesivos gobiernos tratan de disolvernos en el totum revolutum de Europa, de la Globalización y de la sociedad multicultural, hablar de España se interpretará por los comprometidos y los asalariados como un gran desafío a los poderes superiores. Y, además, el mal efecto que causará entre los separatismos que siempre piden más, incluido el silencio de quienes intentan pensar sin consigna y desde ninguna ideología.

Así las cosas, lo más urgente del libro es advertir que no contiene alcaloides de nacionalismo; antes al contrario, rechaza que la unión del hombre con la tierra, su identificación con ella o con esa presunta semilla de una sociedad que es la raza, no caben en él: Las Patrias son, entre otras muchas cosas, comunidades de rumbos y de esperanzas: rumbos compartidos, necesidades y esperanzas comunes. España es un método muy elaborado de darse a los demás y de acercarse a uno mismo, o sea, de reconocerse, que es «volverse a conocer.»

Otra posibilidad es que se llegue a mencionar el fascismo, tan múltiple, por el hecho elemental de pretender hablar de una comunidad que, en origen, es irrevocable y que está por encima de cualquier política. Bastará con seguir leyendo para comprobar como se señala que el corporativismo es el raptor de la poca justicia que el hombre puede alcanzar. Pero, diablos, tampoco es malo que te llamen cosas si crees en lo que buscas y en lo invisible: la música es invisible, como el viento, la justicia, la razón, la libertad, la idea o el amor. Si se es inquebrantable, no es malo que te cubran de silencio o de improperio por decir que vamos (ya estamos llegando y se nota) al totalitarismo y que hay que elegir entre un Estado al servicio de la empresa o al servicio del hombre. Nuestra cultura aconseja bien: «Con el rico y poderoso hay que ser orgulloso.» Puro arte de caballería. De caballeros.

Nuestro mundo, en cambio, está atrapado por internacionales y multinacionales y los medios de información (que son empresas) nos lo reflejan como ansioso de entregar las independencias de sus sociedades o naciones.

No hace política el libro. No levanta una bandera ni, menos, un banderín de enganche. Levanta una esperanza posible: si hablamos de España terminaremos por entenderla y entendernos. Incluso en una sociedad regida, temporalmente, por la ley del Máximo Beneficio. Además consuela saber que quienes se echan al cuello del próximo no suelen ser los que han entendido mal sus ideas, sino gente que las ha captado y valorado perfectamente.

El libro, pues, llama, si llama a algo, a convivir mejor, a ser más independientes y a hacer imposible la revuelta en cuyos prolegómenos ya andan al menos dos autonomías. ¿Cómo lograrlo? Conociendo mejor el genio de España. Se insiste, porque nos conocemos: Aquí no se intenta que los hombres se asocien en defensa o en contra de esto o lo otro. Quien quiera conocer la profundidad de lo español, la entraña de nuestras gentes, dispone desde hace siglos de un manual espléndido: el Refranero. Pero ya será mucho que las buenas gentes hablen más de España y, sintiéndola, la razonen y la guarden en su memoria: todos llevamos una imagen, una réplica del mundo en nuestro interior y nos conviene que sea lo más exacta.

Como primera aproximación valga una frase de Bernanos, de 1947: «La mentira ha cambiado de repertorio.» (Tomada de la entrevista que Jean Claude Gillebaud hizo a René Girard en «Le Nouvel Observateur» y traducida en Alfa y Omega, sobre su libro «Los orígenes de la Cultura»)

RÍO CAUDALOSO.


Es bueno pensar en España como en un gran río. El mismo transcurrir líquido nos acerca al modo como el tiempo empuja a España por su cauce histórico. España, como el río, está siempre en movimiento: es el movimiento mismo como es también su cauce y su caudal vital. Nunca es España -como el río - igual a sí misma, pero siempre es el río, el camino, el cauce a veces desbordado y a veces sereno.

¿Te has parado a pensar que en España suceden siempre las mismas cosas, aun las imprevistas? Es como ver la misma película interpretada, cada vez, por otros actores. Pero sigamos con la imagen del río: los afluentes, nacidos todos lejos entre sí, unen su caudal precisamente en él: no son el río pero lo llenan. No son el río, pero lo hacen posible y en él, en España, coinciden las distancias de Galicia y Cataluña, de Andalucía y Vascongadas, y sé, como debieran saber todos, que en mí hay algo de gallego y de vasco. De catalán y de andaluz. De hombre de la Meseta y del Mediterráneo soleado. Porque me he hecho en la cultura española y en ella hay mucho de todos, pero junto, unido, trabado entre sí por una concepción superior.

España transcurre por su difícil cauce desde hace milenios. En todos esos años lo ha cavado profundamente, de manera que es imposible salirse de él. Se trata de una aproximación al destino. España, que es un producto (no suma) de muchos, sin embargo es una dirección única, siempre la misma, que puede señalarse más de Este a Oeste, de Oriente a Occidente, en el sentido más del Tajo que del Ebro. Camino del sol. Camino del Nuevo Mundo.

Busca siempre España el Nuevo Mundo, que fue una vez América, pero que es, además, la España que se anhela, la España grande pero justa; la España libre, pero caballerosa; la España unida, pero distinta.

España, claro, no transcurre por la geografía sino por el mundo de las ideas y de los sentimientos. El buen español siempre está algo enamorado de su Patria y la ama con voluntad de perfección. El malo se siente despechado con España, pero, en general, pocos españoles son indiferentes respecto a su Patria. Para bien o para mal.

Lo peor que le puede pasar a un español es no conocer a su Patria, porque eso le convierte en un hombre desarraigado, en un medio hombre que ignora cuánto de él hay que sólo se explica por el hecho de ser español y no otra cosa.

Iluminados o enfermos de viejas ideologías tratan, periódicamente, de desviar de su cauce a este río nuestro. Suelen ser personas que no se sienten ligadas a la cultura española o que han inventado otras de pequeña medida: admiradores, en suma, de otras Patrias. En ellos la frustración ha alcanzado varios grados más que en el resto de nosotros, y les gustaría que España no fuera España sino Francia o Inglaterra, Europa geográfica... Desconociendo esto, no es raro que se confundan acerca de lo que es posible y de lo que es imposible en España.

En España siempre es posible avanzar y siempre es imposible desviarse. Se puede corromper a una generación de españoles, pero no a todas las generaciones. Se puede inventar una España distinta, pero no se la puede hacer realidad: el tremendo empuje de los dos milenios marca definitivamente el futuro.

Y esto es así. Tan inevitable como el perfil geográfico; tan sólido como nuestras cordilleras. Cambiar España no está al alcance de nadie. En cambio, aprovecharla...

Cuando por fin coincidan en unos gobernantes la idea de aprovechar lo español, desarrollándolo, excitándolo, dándole forma social, cultural y política, y el convencimiento de que es el único camino que nos abre la historia, habremos llegado al futuro prometido, que tantos sueñan esplendoroso.

Mientras, se trata de poner presas al río caudaloso; se trata de abrirle canales en otra dirección: inútilmente. El peso de los años, el empuje de las ideas profundas, el golpe de los sentimientos, rompen las presas y ciegan los canales.

Lo terrible es que, en tanto, dejamos de avanzar hacia el futuro que nos espera.


MIEDO A ESPAÑA.


¿Tenemos miedo a España los españoles? Quizá sí. Nos asusta nuestra historia, y no sólo la reciente. Nos asusta nuestra responsabilidad actual de españoles frente a todos los españoles muertos y frente a todos los españoles por nacer, si consiguen no ser ejecutados por sus dulces madres.

Tenemos miedo a ser solamente españoles y, también, a ser definitivamente como los que no lo son, porque sentimos que al «homologarnos», al ser Unión Europea sin habernos consultado, tendremos que dejar atrás importantísimas partes de nuestra personalidad.

Siempre que pienso en esto, en los muchos miedos que tenemos tanto a ser como a dejar de ser lo que somos, no tengo más remedio que recordar al hombre frustrado, al pobre enfermo que quiere y teme a la vez y queda bloqueado, pasivo, quieto, campo inerte de todos los temores y de todas las luchas
.
¿A que hay algo de esto en el comportamiento de España? España como frustración, condenada a destructora pasividad, empeñada en negar su propia realidad y hasta su esencia. Querer y no poder. Querer y no atreverse.

¿Pero qué es lo que quiere España hoy? Ser España. Y así hay que aceptarlo como una de las claves del problema de la Patria.

Los seres humanos frustrados adoptan conductas de emergencia, algo así como rodeos que tratan de evitar u olvidar su problema fundamental. En muchas ocasiones se infantilizan, retrocediendo a una época en que la situación frustrante no había aparecido. Con esto no pretendo equiparar lo que España sea con un ser humano, pero no me cabe duda de que muchos seres humanos en España han estado reaccionando así durante siglos, tratando de escapar de una realidad - la española- frustradora y poco gratificante.

Siempre hay una gran diferencia entre lo que nosotros queremos para España y el modo en que la vemos. Aun sin pensar en este problema, una visita al extranjero, la lectura de un titular de prensa o una simple película nos fuerzan a la comparación. Y esa comparación es doblemente dolorosa porque, además de la diferencia entre la realidad y los sueños, se nos aparece, automáticamente, la referencia al pasado.

¿A qué pasado? ¿Al imperial, quizá? ¿Al de hace apenas veinticinco años? El pasado, por serlo, nos llega idealizado, vestido de gala en ocasiones y, lo que es peor, explicado por quien quiere sacarle beneficios. Sin embargo España ha sido siempre problemática. Su existencia no es fruto de la casualidad sino del esfuerzo.

El esfuerzo. Esa es otra clave del ser de España. Todas las generaciones, con mayor o menor intensidad, han tenido que hacer a España. Cuidado: no la han rehecho, porque el resultado ha sido siempre el mismo, siempre la misma España preocupada por sí, con la tentación permanente de dejar de ser y el eterno desafío de llegar a ser con plenitud.

Me parece muy de tenerse en cuenta el esfuerzo del español por hacerse una Patria a lo largo de los siglos, formando una característica básica en nosotros: la alternancia entre las épocas de exaltación y las de indolencia.

Ese esfuerzo continuado no parece habernos dado, con su práctica, ni el don de la voluntad ni el de la constancia, sino la periódica tentación de caer en la exaltación y en el pesimismo.

¿Por qué? ¿Quizá por lo que ahora se llama fatiga de combate y no es más que miedo? ¿Por un exceso de tensión vital que acaba devorando las energías nacionales?

Lo que sí es seguro es que España oscila entre ambas actitudes, entre el sueño y la vigilia apasionada, y que no pocas veces olvidar el ser de España se debe a no tener ya nuevos sueños, nuevas ilusiones, grandes objetivos. Qué temible es vivir en la desesperanza.


NO SOMOS TODOS.

España no somos todos. Se diría aún más: los hombres no somos España; España es, al contrario, la parte noble de cada uno de nosotros. Es la parte que somos capaces de compartir con los demás. España es, pues, la comunicación que podemos establecer con los otros.

Como hombres estamos destinados a la esclavitud silenciosa de la sociedad, a esa renuncia de derechos que supone compartir el lugar y el tiempo con gente de nuestra condición. Pero como españoles podemos tener una vida más independiente y digna si España acierta a ser libre. Ella puede, porque no está sujeta a la naturaleza difícil de la humanidad. Nosotros, no. Padecemos una contradicción obsesiva: necesitamos ser diferentes y, a la vez, iguales que los demás. Lo gregario nos puede.

¿Es entonces España el idioma? No: España no es el idioma en que hablamos, aunque el idioma - los idiomas y dialectos nuestros - está lleno de España como está lleno de Dios. España no es el idioma, es UN IDIOMA muy distinto, sin palabras, pero con señales que entendemos a la perfección. Y ay del que las olvida.

La parte general de nuestras personas, la que no nace con nosotros, esa forma de ver el mundo; lo que sabemos - poco o mucho - del pasado, de la sociedad, del bien y del mal; la ligera materia de nuestros sueños, no son del todo nuestros: España los ha puesto en nosotros como entregándonos la herencia de las generaciones. Los ha puesto de cien formas distintas: en nuestra familia, en las escuelas, en la calle y hasta en la soledad. Lo que nos diferencia, es nuestro. Lo que nos une, es España: la base sobre la que podremos entendernos o discutir; la obligada referencia al mundo en que vivimos, que siempre - siempre y para siempre - es distinto al mundo que viven y ven los nacidos en otras Patrias.

España nos une y nos diferencia. España imprime carácter como algunos sacramentos, y algo hay de sacramental cuando un hombre hace el descubrimiento de lo absoluto que es el hecho de ser español, que no sólo dura toda la vida, sino que nos presenta a la misma muerte de un modo original, que no es el de los franceses ni el de los chinos, por ejemplo.

España no somos todos. Sumados no formamos España. Pero en todos está España irremediablemente. España nos da, precisamente, la capacidad de comulgar, la alegría de tener sentimientos que no son sólo nuestros; la posibilidad de entender a los demás
.
Por eso cuando uno es español, del mundo de “la Hispania fecunda”, no puede ser otra cosa. Y, si lo intenta, sólo llega a ser un mal español, nunca nadie distinto. Puesto que se está obligado a ser español para toda la vida, vale la pena tomarse el tiempo necesario para investigar a lo que obliga esta circunstancia.


¿ESPAÑA SIRVE PARA ALGO?

He aquí una pregunta práctica y algo irreverente, de esas que parece que está mal hacerse cuando se trata de asuntos elevados. ¿Acaso sirve para algo el cielo? ¿Acaso tiene que servir la Patria para algo? Creo que sí.

Tengo la impresión, a veces, de colocar a la Patria apenas un escalón por debajo de lo divino, y no es así como pienso. Es cierto que afirmo que España, La Estirpe, como algunos sacramentos, imprimen carácter, y que son el único camino para comunicarnos con nuestros semejantes y comprender el mundo. También insisto en que la Patria no se puede desviar ya de su destino: sólo se puede engrandecer o perjudicar. Pero la Patria es obra de los hombres; de muchísimos hombres que han ido acumulando en ella su fe, sus experiencias, su angustia y su voluntad. Pero obra de los hombres.

De los de antes y de los de ahora, y rara vez hacen los hombres las cosas sin motivo, incluso los poetas y los locos. Por eso hay que preguntarse por qué los hombres empezaron a hacer España, pasaron el mar, y cómo. ¿Con qué objetivos? ¿Para cuánto tiempo? Y más aún: ¿para qué la hicieron?

España debe de tener una utilidad, se reconozca o no. España existe para cubrir unos objetivos, para solucionar unas necesidades. Y consta que esas necesidades, por ser de hombres, son a la vez espirituales y materiales, tienen que ver con lo que muere y con lo que sobrevive del hombre. Desde mi realidad de hombre libre, me pregunto para qué me sirve a mí la Patria, España.

En principio hay algo relacionado con la persona, esa máscara griega que ha acabado por convertirse en la definición de la fusión de cuerpo y espíritu que es el hombre. El «yo», me digo, es el principio de atribución de mis acciones. Yo me equivoco y yo como: no digo que mi alma se equivoca y que mi cuerpo come. Soy yo en ambos casos.

España es, puede ser, otro principio de atribución más general. Por ella transcurre mi vida y en ella se mueve mi pensamiento: la parte que se es exclusivamente y la parte de él, el principio de atribución, que es exclusivamente de todos; lo que una vez Julián Marías definió como «lo consabido». Si mis acciones particulares las atribuyo a mi yo, ¿puedo atribuir mis acciones universales a España?

¿Qué soy yo? Un hombre, pero ¿soy un hombre a solas? Soy un hombre en el mundo. Lo diré de una vez: mi relación con el mundo es, precisamente, España. El principio de atribución de mis relaciones con el mundo es mi Patria.

Y eso me sirve de mucho: me sitúa en el Universo. España es mi carta de navegación y mi polar, mi brújula y mi sextante. Es la necesaria referencia para saber dónde estoy y, por lo tanto, hacia dónde voy y hacia dónde puedo ir. Esa es su utilidad. Es tan práctica España que, sencillamente, sirve para complementarme, para hacerme hijo del tiempo que me ha tocado, para explicarme las posibilidades que tengo hacia adelante y, además, para acercarme a otros como yo en la seguridad de que voy a ser entendido por ellos mejor que por cualesquiera otros seres humanos.

Otra cosa es que, aun entendiéndome, me acepten o, al menos, me toleren.


ESPAÑA PRÁCTICA.


La «utilidad» de España sigue siendo preocupante. En el primer intento se ha dicho que España era el principio de atribución de mis relaciones con el mundo, y así comprendía que España daba temporalidad al hombre y le proyectaba hacia el futuro al hacerle heredero de un pasado.

Sirve aún para muchas otras cosas, como para la unidad. Para la unidad de propósitos y para la unidad de acción. Es decir, para ofrecerme una mayor eficacia en mi elección de objetivos y en las acciones que emprenda.

Porque soy español - y no otra cosa - adonde voy no voy solo. Ya sé que en muchos casos uno avanza disputando con su otro vecino español, pero avanza... Llegados aquí, encontramos al juvenil Primo de Rivera, que iluminó mi primer patriotismo con su atisbo de que España es una unidad de destino en lo Universal. ¿Será que siempre se entiende algo más de esa frase formidable y orteguiana en parte?

Como español no estoy sólo en la aventura de vivir; no dependo de mis únicas fuerzas ni de mis únicos pensamientos, pues ser español me integra en un destino que, desde luego, no he elegido, pero que puedo asumir aceptando algunos esfuerzos. Tampoco intervengo en la dirección hacia la que la tierra gira, ni en la luz que despide el sol, pero ahí están sin que yo pierda la libertad por ello.

España está ahí: es anterior a mí y será posterior. No se interfiere en mi libertad: al contrario, me permite desarrollarla al hacer accesible para mí un mundo que no lo sería si yo hubiera nacido aislado, a solas. Me uno a una marcha, a una comitiva a la que puedo añadir mi voz y mis pensamientos. Me da una oportunidad: comprender lo que sucede y adivinar adónde voy.

Cuando veía a España como un río, indicaba su dirección: nace en alguna parte y va a desembocar a otro lugar. Por el afluente de mi vida individual, llego y aumento el caudal de España, pues acabo sabiendo hacia adónde voy y conozco las marcas con que el tiempo ha señalado la edad que me tocará recorrer.

Mucha filosofía extranjera suele aturdirse por este problema, por el miedo del hombre a solas en el mundo, que no sabe muy bien de dónde viene e ignora adónde va. Esa dicen que es la clave de la angustia.

Y he aquí que España me protege de ella al ser asidero de lo exacto. Me dice - a veces bronca y a veces amable - de donde vengo desde el fondo de los tiempos y me enseña un futuro amplio en una dirección que conozco y no me preocupa.

Luego, claro, me carga con parte del peso: adonde voy, no voy solo pero tampoco descargado: dos mil años de ilusiones pesan, precisamente porque España me lleva de lo particular a lo universal, de lo pequeño a lo grande, de lo incomprensible a lo comprendido, mientras me quita las dudas más graves: sé de dónde vengo y quiero ir adónde voy.


EL CUERPO MÍSTICO.


Volvamos a la primera de todas las preguntas: ¿Qué es España? Esa unidad de destino en lo universal, ese principio de atribución de mis relaciones con el mundo, ¿es algo real o imaginación dislocada?

A partir del momento en que sé que, desde la prehistoria hasta aquí, han transcurrido dos mil años por el hilo conductor de la identidad de nombres y emociones, me siento hoy responsable de toda la historia, comprendo que la existencia de España es algo real, algo tan sólido que, en lugar de deshacerse en los temporales de los siglos, ha crecido con cada vida que bautizó y enterró.

La España de hoy es más grande que la de Felipe II, porque la medida de una nación es el tiempo y no el territorio. España se mueve en la historia a la vez que el planeta se mueve en el espacio. El planeta da vueltas en torno a sí mismo, mientras que España avanza en lo temporal hacia un futuro. La España de hoy también es más completa porque dieciséis o diecisiete generaciones le han sumado sus hallazgos y sus esfuerzos. Dentro de cuatrocientos años España aún será más grande, más rica.

Se nos ocurre a todos añadir: «si sobrevive». ¿Es que corre peligro España? Se lee en la prensa que sí; se ve en los separatismos que sí; se ve en la colonización económica que sí, lo mismo que en la inoperancia del sistema y en el entramado de intereses particulares. Se oyen en este sentido muchos comentarios: «España se nos deshace entre las manos?» ¿Qué le voy a hacer si no me lo creo? España es una Patria. Ha protagonizado una historia larga y durísima precisamente a costa de estar en crisis, de correr esos aparentes peligros de destrucción una y otra vez. Me excuso de citar todos y cada uno de ellos. A todas las generaciones España ha estado a punto de deshacérseles entre los dedos: la Primera República, el 98, el 36, ahora. Pero aquí sigue España y esto sí que es incuestionable. No es un nombre en el mapa o en la historia solamente: es una cultura milenaria, universal y con vocación de eternidad, y eso no se muere ni se puede matar.

A veces lo político se nos mezcla con lo universal. No dudo que el sistema de esta España del presente se debilita solo: por irreal, retóricamente representativo y corrupto como el resto de Occidente. Ni dudo, aunque quisiera, que ello va a suponer una fuerte sacudida en todos nosotros. Pero, gracias a Dios, España está por encima, a años luz por encima de estos cambios políticos que serán pura anécdota dentro de dos siglos.

Me importa más saber por qué estas cosas suceden y por qué tienen que suceder una y otra vez. Hay sistemas que aspiran a representar a España en un Estado que no está ni hecho ni pensado para los problemas y realidades de esta época. Esos caen siempre al poco y con estruendo: ni son realistas, ni son eficaces, ni son, por no ser, nada más que la demostración de la contumaz tozudez de ciertas minorías. Hay otros sistemas, otros estados, que nacen con su tiempo, que cubren una época y que desaparecen suavemente - tristemente - una vez cumplida su misión. Con mayor o menor acierto, algunos tratan de comprender a España; se fijan más en lo permanente que en lo transitorio, y suelen solucionar gran parte de las miserias causadas por la historia.

Uno de estos estados nacionales, o sea, ocupados especialmente por España, es el que se vislumbra ahora. Pero para llegar a él antes hay que llegar al ser de España; antes hay que comprender cómo es la Patria y qué necesita. Y comprenderlo todos. Todos los fundamentales, al menos. Saber que esta frágil estructura, doblada bajo el peso insensato de UCD, PSOE y PP, se está cayendo sin arreglar nada, de puro imposible y débil, no significa que cualquier otra cosa que la substituya será mejor si arranca, como arrancó la "mala transición", de las prisas y de la negación de la historia que nos prevenía en contra de lo que acabó haciéndose.


CUERPO MÍSTICO.


No hice, en lo anterior, más que esbozar apenas la idea del cuerpo místico, cuando decía que España, por ser una cultura milenaria, ecuménica y con vocación universal, no puede morir de buenas a primeras: se va transformando despacio pero jamás cambia absolutamente. Jamás se olvida.

Lo político - añadía- es anecdótico, mientras que lo permanente sigue. ¿Cómo llega a suceder esto? ¿Cómo es posible que determinadas ideas, determinados sentimientos permanezcan y se fortalezcan a lo largo de los siglos? ¿Cómo funciona España?

Si España no es, como supongo, una entelequia, tiene, a la fuerza, un modo de ser , de llegar a ser en cada momento; un mecanismo para sobrevivir, y ese es un tema en el que pensar muy seriamente. En suma: ¿Cómo nos las hemos arreglado para llegar hasta aquí, después de la enormidad de cosas que han sucedido desde el principio?

Tiene España una fuerte personalidad (Cuidado: no le atribuyo alma ni psicología: hablo de su cultura), una genial personalidad temperamental y artística, dada a los altibajos y a las crisis de las que sale más y más viva. A bote pronto, puede calcularse que su rasgo más notable es la fuerza creadora, como demuestran las sólidas huellas de su cultura. Madre de Patrias, embrión de difíciles empresas, España está más concebida como matriz fecunda que como sencilla unidad. Esto no lo entienden ni pujoles ni arzallus ni aznares ni zapateros: en España no se puede crear al margen de España.

La Patria tiene talento para la creación, para la innovación, para percibir lo que a otros se les escapa y para concebir el futuro como empresa, como transcurso en el que se tiene que llevar a cabo todo. Como creadora que es, necesita independencia y no resiste verse sometida ni a hombres ni a ideas extranjeras. Y los separatismos aspiran a ser lo contrario: extranjeros.

Su genio es artístico y exaltado, y lleva el realismo hasta tal punto que trasciende de la realidad para convertirse en mística: el gran Barroco español no ha dejado de ser todavía. Sucede, pues, que cuando España no puede inventar, no puede renovar el mundo, ni causar asombro entre las naciones, cae en la postración, en la frustración del artista que no consigue rematar su obra, con sus pesimismos enfermizos y sus tendencias suicidas. Luego, despierta del sueño fatal y actúa. España está condenada a la acción por la propia vitalidad de su cultura y por su juventud exuberante. Si no puede saltar las fronteras, se vuelve contra sí, pero siempre en movimiento, siempre efervescente, aguardando el momento del nuevo hallazgo, de la inspiración que, cuando llega, llena un siglo de la humanidad cada vez.

Así la veo. Así la conozco, dándome la dimensión temporal de mi vida, pero intemporal ella misma, porque hay dos Españas - sin contar esas problemáticas de derechas y de izquierdas - , la España Militante y la España Triunfante, en permanente comunicación a través de las épocas.

La España de hoy, militante; la España del esfuerzo cotidiano, es la punta de la flecha que se mueve en el tiempo. La España Triunfante, todas las anteriores Españas que fueron y devinieron en esta de ahora: la romana y la gótica, la arábiga y la fronteriza, la descubridora y la que inauguró la Edad Moderna.

Tenemos línea directa con esas Españas Triunfantes. Sabemos sus pensamientos y sus luchas, y sólo aprovechándonos de este pasado tan rico ganaremos el derecho a hacer nuestro futuro. Y he aquí la razón por la que ni UCD antes, ni PSOE ni PP permiten que las juventudes conozcan la historia o el idioma que nos conecta con ella. No es una casualidad sino una conspiración inútil.



EL GENIO DE ESPAÑA
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En la última lectura de Ganivet, quedé meditabundo ante su afirmación de que España no es una nación militar pero es una nación guerrera. Después se comprende bien que es así: la disciplina y la organización no son virtudes en las que destaquemos, y, en cambio, sí somos hombres de fe y de convencimientos absolutos. No tenemos la tenacidad ni la perseverancia de otros pueblos más militares, como el inglés y el alemán, y sí, en cambio, les superamos en acometividad.

Esto viene a cuento porque trato de imaginar un futuro español y creo comprender que ese futuro no va a ser de gloria militar, aunque la guerra jamás puede olvidarse en este mundo. Para hacernos un imperio clásico, por la fuerza de las armas, nos sobra valor, pero nos faltan perseverancia, riqueza e industria. Tampoco nuestro talante es dominador: no somos un pueblo de amos por la misma razón que no somos un pueblo de esclavos: somos independientes y deseamos lo mismo para los demás.

Pero, por otro lado, España tiene la necesidad de ser expansiva para ser España. Luego nuestro crecimiento, nuestra manera de saltar las fronteras y llegar a otros hombres, sólo tiene un camino: el de las mejores virtudes: el arte, la idea nueva, aquello en lo que de verdad somos mejores y existe ya: nuestra cultura.

Ganivet presentía, en los umbrales del Siglo XX, un futuro resurgir cultural al lado del cual el Siglo de Oro no sería más que un prólogo. También lo veo posible en cuanto nos sacudamos esa pereza de siglos y ese pensamiento inducido de que las culturas extranjeras son más ricas y están más vivas que la nuestra.

Parece ser que no podemos dominar el mundo con las armas: eso lo hemos hecho ya y no apetece repetir. Pero es seguro que lo podemos conquistar con nuestras ideas: el mundo necesita las nuevas, porque las viejas agonizan y le arrastran a la muerte con la desilusión y la incapacidad de creer ya en ellas.

España - porque lo ha hecho otras veces - puede alumbrar las ideas que serán la base de los próximos siglos. Puede hacer la síntesis entre el mundo masificado y la técnica al servicio del hombre. Puede proponer a sus juventudes la aventura de pensar para el mundo del mañana y españolizar su concepción del hombre y de su misión sobre la tierra, que es la gran batalla de la actualidad.

La España creadora tiene la palabra y deben guardar silencio los papanatas admirativos. Hay mucho qué decir desde aquí al mundo, que ha perdido la fe y la seguridad en sí mismo, que ya no se atreve a afirmar que «las cosas son» o que «sólo el ser es». Queda mucho que hacer para que llegue el futuro prometido, y debe hacerse usando el más humano de los dones: la inteligencia; y la más elevada de nuestras virtudes: la fe.


AMÉRICA.

Leí hace ya tiempo que el confuso Fidel opinó que con el descubrimiento de América se abre una de las épocas más tristes y terribles de la humanidad. Añadía, para no perder su talante de histrión, que él se sentía indio y que por eso estaba con la indiada que le escuchaba, aunque hubiera estudiado con los jesuitas. Hacía, pues, el indio. Y sigue en ello.

América es la empresa española por naturaleza y nos costó un futuro distinto y prometedor. Fue un sacrificio. Fue, además, una gesta que sólo los españoles podemos entender. En América se fundieron las razas y, con ellas, los continentes. En América, desde el primer momento, se dio al indio carácter de hombre libre y se luchó por abrirle las puertas de la eternidad.

Quien crea que se bautizó por la fuerza, debiera de explicar por qué ahora, sin que se haga ninguna, sigue allí viva y pujante la fe en Cristo y en su redención. No: En América se explicó por primera vez, la concepción moderna y española del mundo y de la eternidad, y convenció. No sólo eso: también ilusionó, de tal manera que aquellas tierras no fueron conquistadas por las armas sino por la fe y la palabra, y aquellos hombres no fueron dominados por los españoles, sino que se volvieron españoles ellos, sumándose al caudal de la España crecida en busca de su futuro.

Y son todavía España, porque siguen siendo nuestro mundo y compartiendo historia y cultura. Se ha fraccionado el poder político, pero no se ha roto la unidad de pensamiento. Su mundo es el nuestro y, como nosotros, necesitan la independencia por encima de todo, tan amenazada por los Estados Unidos, la nación sin nombre. Como nosotros, viven la postración después de aquel formidable colapso que significó la división de lo que seguía siendo uno: España.

Lo anterior parece indicar la existencia - al menos personal - del sueño de reconstruir el Imperio, como en el torpe libro de Areilza y Castiella, que sólo entendieron el Imperio como geografía. No se sueña en pasados frustrados y creo que el imperio está por hacer. Se siente en los tiempos que de nuevo estamos tomando conciencia de cuanto nos une; que nada se rompió en el equivocado siglo XIX. El mundo accesible para nosotros es el mismo accesible para los españoles americanos (así los señala la Constitución de 1812), y no podemos entrar en ningún otro sin dejar de ser, lo cual es posible para algunas minorías pero no lo es para el pueblo, que sabe para siempre que sólo puede ser como es, sólo puede creer en lo absoluto y sólo puede acceder al futuro descubriendo y guardando su identidad.

Para acometer una empresa, fácil o difícil, hay algo previo: saber quién se es, saber qué se es. El que no se conoce no entiende nada y nada puede hacer. El pueblo que se olvida de sí mismo, desaparece. Pero España no olvidará nunca porque tiene una conciencia gigante, increíble, que, al otro lado del Atlántico, le recuerda que lleva en ella la esencia de lo eterno y lo hace en español. España, las Españas, son todavía las más ricas en tradiciones vivas.


ESCLAVITUD.

La esclavitud avanza precisamente en este siglo en que todos hablan de libertad y la enarbolan como una bandera. Unos buscaron la libertad clasista, al convertir en dictador al proletariado, y otros la han perseguido haciendo del dinero y de la sociedad anónima el presunto instrumento de independencia, llamado a veces nuevo orden mundial. Pero la esclavitud avanza.

Pienso que ningún español entendió muy bien en qué consistía la dictadura del proletariado, ni mucho menos que pueda ser justa una sociedad igualitaria. Aquí todos somos diferentes y, lo que es más, lo sabemos. El «a cada uno lo suyo» se nos presenta más justo que el «a todos por igual»

Tampoco entendemos que el objetivo de la vida sea el protestante: el éxito a través de las riquezas es una bendición de Dios, dicen. Como pueblo, en contadas ocasiones hemos saboreado la riqueza o siquiera el bienestar material. Además, soportamos muy mal la «buena vida», quizá porque no lo es tanto y porque no se llena con comodidades la ambición del espíritu.
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Sometidos a la violencia o sometidos al enriquecimiento, sometidos quedamos; y somos demasiado independientes para aceptar cualquiera de estos futuros extranjeros. Vivir exclusivamente no es nuestra forma de vivir. Aquí la vida se nos presenta más intensa que lo que nos pueda ofrecer la carne. Aquí la ambición siempre intenta ir más allá de la simple existencia, y andamos todos con la amiga muerte en un bolsillo, no exactamente con ganas de morir, pero sabiendo que a ello vamos.

En España han sucedido cosas importantísimas en torno a la esclavitud, porque nos consta que el hombre que pertenece a otros (o a una sociedad anónima o a un partido) no es ya un hombre. Creemos que eso no se le puede hacer a un ser humano, que es más que su trabajo, que es más que su cuerpo, que es más que su pobre o rica existencia individual. "No puede esclavo ser/ pueblo que sabe morir", dijo el poeta Bernardo López al tratar de la francesada.

Jamás cuajó en España el feudalismo europeo, y eso nos llevó, nos forzó, a anticipar una sociedad moderna, repleta de fuerzas que se utilizaron durante algunos años sólo en empresas de todos. Tampoco cuajó en España la Revolución Industrial, con el hombre sometido a la condición de obrero, reducido a vender su trabajo, al horario, a pieza de la complicada maquinaria del consumo y de la producción.

Sabemos todos que no es eso. Sabemos todos que hay algo más y, como el mundo de hoy sólo ofrece una dimensión económica del hombre, del Estado y hasta de la Patria, estamos convencidos de que hay que encontrar algo más allá de la relación entre importaciones y exportaciones, del dinero como medida de todas las cosas («lleva un traje de mil dólares» dicen los norteamericanos y se nos está pegando) y del sometimiento del hombre a los problemas exclusivos de la riqueza y de la pobreza.

Este instante se me aparece muy semejante a aquel en que los Reyes Católicos unieron sus reinos pobres que habían salido de sendas guerras civiles, una en Aragón, antes, y otra en Castilla. De repente España volvió a alcanzar su «masa crítica», a complementarse. Hubiera sido imposible conseguir que España no entrara en actividad cuando percibió su identidad y tomó conciencia de sus objetivos, de su misión en el mundo.

Hoy, quizá mañana, será igualmente imposible que España no descubra otra vez lo que es y reanude el viejo camino. Y esto sucederá inevitablemente, porque todas las concepciones extranjeras (liberales, tardomarxistas, conservadoras) están fracasando entre nosotros, de manera que, cansados de mirar estúpidamente hacia afuera, no nos queda otro camino que volvernos hacia nosotros. Y más cuando el proyecto de los Estados Unidos de Europa (Unión Europea) fracase y el Euro se descubra como lo que es: una herramienta al servicio del tráfico de capitales. Esta aventura paneuropea, como todas las anteriores, no puede sobrevivir si no se usa la fuerza de las armas. Y puede que lo hagan.

España, para crecer y resurgir, siempre ha tenido que hacer lo mismo: volver a desear ser España, que es lo que mejor y con más soltura sabemos hacer.

Gracias a Dios la esclavitud moderna aquí no puede funcionar. Se nota ya y la nación española considera a la clase política como uno de los oficios más despreciables. A pesar del bombardeo constante a su favor.


¿HASTA CUÁNDO?


¿Qué tiene España y qué tienen los partidos políticos, que tan mal combinan? Lo fácil es echar toda la culpa a los partidos - como hace el pueblo - o toda la culpa a España, como hacen los partidos. Incluso oí, hace años, a un pobrecillo senador que, sin darse cuenta de que desautorizaba el sistema como "soberanía del pueblo", afirmaba en la radio que España debía acostumbrarse a las nuevas instituciones, hacerse a ellas, pues le eran desconocidas. No he vuelto a escuchar una descalificación mejor de semejantes instituciones: que son artificiales. Como los partidos. Así pues, lo único auténtico que nos queda es España, y España cae del lado de la realidad mientras que los partidos, y las instituciones que se han inventado (improvisando) para gobernar el Estado, quedan del lado de lo imposible.

Da la sensación de que los partidos tienen una fórmula: «esto es así y esto, asao», y la aplican sin más, sin averiguar dónde lo hacen ni sobre quién. Es elemental sospechar que el socialismo alemán no puede ser, a la vez, socialismo español, porque se ve obligado a actuar sobre una realidad bien diferente. Lo mismo pasa con el liberalismo estadounidense, inglés o con cualquier otra fórmula.

La España sobre la que dicen actuar los partidos no existe, es una entelequia, cuanto más, una aproximación sobre el papel; cuanto menos, una burda mentira, como todo ese coro que canta que la ETA es fascista mientras le ETA se insiste comunista, marxista leninista: no querer definir el problema es no querer resolverlo. Y, claro, aquí los partidos no pasan de ser un esquema, sin carne y sin sangre españolas, sin militancias dignas de ser tenidas en cuenta por su número y, por lo tanto, sin razón de ser, aunque ellos lo oculten.

¿Y España? ¿Por qué no acepta a los partidos políticos? Una nación que ha pasado la historia luchando por su unidad y, después, luchando por mantenerla, ¿puede sentirse tentada por la idea de división que llevan dentro todos los partidos? Parece que no, y, aunque sé que las cosas no se plantean así en la calle, sé también que es el fantasma de la división de «la partición» el que aleja de ellos a los españoles.

Aquí, desde hace muchísimos siglos, el único partido con suficiente mayoría es España, incluso ahora que tanto se gasta para que pensemos que somos iguales que nuestros «hermanos» europeos. Nadie se cree, porque somos absolutos, que pueda haber varias soluciones para el mismo problema, según sean ucedeos, socialistas o pepistas los que gobiernen, porque sabemos, en cuestión de soluciones, que si hay una buena, todas las demás son malas en tanto que distintas
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¿Quiere un partido tener militantes? Que deje de ser partido en primer lugar, y luego, con calma, que averigüe cómo es España y en qué sueña. Que aprenda el idioma de la gente y los misterios que atrapan el alma de la gente y, en lugar de prometernos cosas y maravillas, nos proponga algo que podamos creer, es decir algo que no niegue nuestra forma de ser, que no aspire a cambiar nada sino a reforzar todo.

Pero ningún político partidista podrá entender algo tan sencillo. Viven en otro mundo, en el ideal, en el de las estadísticas, porcentajes y logias. En otro mundo que, desde luego, no es España.


LAS IDEAS CLARAS.

Es de suponer que se las llama así no por transparentes sino porque arrojan luz sobre las cosas. En el mundo, además, sólo hay ideas claras, porque las confusas u oscuras no suelen serlo, sino piltrafas de ellas
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Algo pasó con la teoría de la Relatividad que, en lo físico, desató las fuerzas sólidas del átomo y, en lo intelectual, rompió la posibilidad de creer en las ideas sin sombra de duda. El que todo sea del color del cristal con que se mira, insigne despropósito, sólo quiere decir que el color de la cosa cambia, pero no la cosa. El miedo a creer, el temor de aparecer como un extremista por el solo hecho de no dudar sobre algo, es uno de los miedos más nefastos de nuestros días y de los más explotados por la desinformación.

Me asusta el político, me asusta el intelectual que, discutiendo con otro, afirma previamente que ambos pueden tener razón, lo que sin duda equivale a que no la tiene ninguno. Este es uno de los inventos que nos asolan: la insistencia en que todo puede ser verdad, que el español percibe a la inversa: todo puede ser falso.

A España no se la puede pintar con tonos pastel, porque es Patria de claroscuros. Un cuadro de Ribera. Todo lo que no es verdad es mentira o está en camino de serlo. Así razonamos, con perfecta lógica. O lo blanco o lo negro. Lo intermedio puede ser o no una equivocación, pero siempre acaba resultando erróneo.

No me asusta que las cosas sean así. Me parece muy útil ir por la vida sabiendo a qué atenerse y me resultan falsarios los que apelan siempre al «sí, pero» o al «no, sin embargo...» De este modo quizá es más difícil explicar la realidad, pero, una vez hecho, no quedan dudas. Quizá se pierden unas precisiones entre lo blanco y lo negro, pero jamás se extravía la esencia de las cosas.

Para demostrar cómo es posible hacerlo todo en gris, se citan unas frases de D. Jon Juaristi (el del Bucle Melancólico), emitidas en prensa nacional como aptas para la cucurbitácea que nos suponen. Juaristi trata de dar una razón invertida; casi una paradoja, olvidando que la paradoja debe tener no una sino dos relaciones con la realidad. Esto escribió bien entrado agosto del 2004:

«Escribía Joseph Roth en 1933: «Al perseguir a los judíos se persigue a Cristo.» ». Obsérvese la modernidad de la idea citada. Ahora, de la propia pluma de Juaristi: «El antisemitismo, en efecto, se distingue del antijudaísmo tradicional, de motivación religiosa, por su acendrada hostilidad al cristianismo.» Llegamos, cómo no, al Holocausto: « Pero el Holocausto sólo fue imaginable y posible tras una sistemática erradicación del cristianismo...» Así, todo el artículo: decidido a cambiar cualquier convicción. Pero no cansemos: bastará con una frase más de la parte final de la peregrina teoría. «En tiempos de Roth, los nazis preparaban el exterminio de los judíos para librarse del Cristianismo.» Todo cuela en las Españas decadentes menos, quizá, hablar de España.

El tajo entre la verdad y la mentira es la razón de este aparente extremismo: en España importan las esencias infinitamente más que los accidentes; lo que una cosa - una idea - es, por encima de cómo se nos presenta. Y la única forma de llegar a la esencia, de atraparla y darla a conocer, es con la sencillez: no otra cosa es lo tajante. Lo sencillo de la cosa es la cosa misma. Lo sencillo de la idea es la idea. Las medias tintas tienden a oscurecer, tienden a disimular, y en España las reconocemos como artimañas: estamos prevenidos contra ellas. Ahí tenemos nuestro dicho universal: la mentira tiene las piernas cortas.

También en esto la política actual opera contracorriente: prefiere la penumbra; huye de la definición precisa y de tomar partido definitivo que es, por contra, lo que mejor convence al español: ya de izquierdas, ya de derechas, ya solamente de España. Ni blanco ni negro hoy: es preferible la duda. Para el político es aconsejable extender la inseguridad. Hasta la democracia es aquí una permanente duda sobre el objetivo, sobre la solución, sobre todo.

Tener las ideas claras es, por lo tanto, una especie de insulto democrático. El señor que no duda de lo que ve con certeza, vienen a argumentar, es tonto, fundamentalista. ¿Y por qué es tonto? Sencillamente: porque cree haber encontrado alguna verdad y está dispuesto a seguirla, pese a que la verdad democrática no existe por definición, ya que la verdad se modifica por la opinión electoral.
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Pero en España, para desgracia de la misteriosa clase política, para convencer hay que estar convencido y para arrastrar hay que estar al servicio de lo superior. El dubitativo, el que admite que quizá yerra, no despierta confianza y todos sabemos, además, que por dentro cree tener razón pero sin el coraje de decirlo. Por lo tanto, miente.

Las ideas claras, al pan, pan y al vino, vino, no asustan a la gente pero sí a quienes dicen ser sus representantes. Es evidente: España quiere las cosas exactas, bien definidas, mientras que sus falsas minorías las temen.

Pero, vamos a ver: ¿Cómo puede un hombre dudar de lo que cree? De lo que piensa, sí, y es muy sano. De lo que cree... Hay una única respuesta: sólo se duda de lo que no se cree y, por eso naturalmente, sólo los hombres de fe pueden triunfar de sus empresas.



MIEDO.


También tengo miedo a quienes dicen, campanudos, con grandilocuencia, admirar a España. Todos ellos pretenden, además, presentarse como patriotas, rodeados por sus panegíricos y su falta de crítica. Les gusta lo grandioso, el entrechocar de las brillantes armas, los dos siglos Imperiales y la dulce idea de cuando nuestros Tercios pisoteaban Europa. A veces tientan como un Mefistófeles, pero no son más que mensajeros y agentes de la nostalgia. Dicen verdad, pero no toda ella.
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Mala cosa la nostalgia, lastre y pena, mirada hacia atrás que se recrea sin escarmiento. ¡España, oh, España! ¡La mejor tierra! ¡Los mejores hombres! Bueno pues eso es falso. Se dice a sabiendas de que algunos retóricos van a entenderlo mal y acusarme de enemigo de mi Patria.

«No olvides que fuimos...», «No olvides que hicimos...» - suelen decir - «No se ponía el sol...». Naturalmente, pero no somos; pero no hacemos; y es de noche. Hay gente que no se exige una respuesta seria cuando se pregunta por España. Además, rara vez se pregunta de verdad por España: se conforma con el tópico.

Tengo miedo por igual a las dos grandes mentiras: a la que hace de España el Imperio que ya no es, y a la que la convierte en el monstruo inculto y cruel que nunca ha sido. Curiosamente de un lado cae buena parte de lo que se llama a sí misma derecha, y del otro la izquierda oficial casi en su totalidad.

Ambas partes mienten. Ambas falsifican. Ambas ignoran o pretenden ignorar. A unos hay que decirles que no se viven dos mil años sin errores, flaquezas y miserias. A los otros, que no se sobreviven dos mil años sin cultura, sin solidísima y eficaz cultura para la que todavía no se han descubierto fronteras.

Miedo que acrecienta la desinformación de las palabras importantes. En su momento los españoles oímos al delegado del poder en España, el presidente del gobierno, señor Zapatero, el 28 de Agosto del 2004, en el segundo telediario de TV1, decir cosas. De lo dicho nos enteramos muchos por la “voz en off” femenina que manifestó claramente que el presidente se comprometía a «acabar con las imposiciones morales». En el tercer telediario la voz era masculina pero el texto leído el mismo. Luego, ya en prensa, se leía una frase más compleja y, sobre todo, ambigua: «acabar con tanta imposición de moral y de actitudes carcas.» No es lo mismo acabar con las imposiciones morales, que con la imposición moral de una minoría determinada: los carcas.

Aún más tarde, a través de otro comentario periodístico, se pudo leer lo que de verdad se dijo sobre lo carca. D. Carlos Rodríguez Braun lo cita textualmente y se emitió cuando el presidente prometía un mundo feliz, que conseguiría con «leyes modernas y laicas frente a tantas actitudes carcas.» Conviene insistir en que, en este mundo de la información continua y masiva, es difícil saber qué se dijo, qué se hizo. La herramienta informativa es confusa, el lenguaje descuidado y la sintaxis despiadada.

En el mismo lote de la desinformación, en el cajón de lo chusco, podría guardarse la repetición de que el Presidente Zapatero, por las mismas fechas, se dedicó a la «pesca del atún rojo», siendo que no existe ningún túnido llamado así. Al contrario, todos ellos tienen el lomo azul, pero es cierto que el atún tiene la carne roja, aunque la carne vaya por dentro del bicho. Ha habido algo de conjuro, algo como disculpa ante el electorado propicio: «No creáis que hago pesca de altura como cualquier millonario burgués. Pesco, sí, pero atún rojo.» El equipo de pensadores del presidente, tan hecho a sacarle la punta a todo, ha pretendido esquivar cualquier juego periodístico entre el color azul del atún y el hecho de que su partido se ha llamado a sí mimo “rojo” desde su fundación y que roja es su bandera. En cualquier caso, la invención del atún rojo es un ejemplo de hasta donde pueden llegar manipulación y sectarismo.

Estas cosas dan para una meditación: si a delegado del poder se llega sonriendo, prometiendo mucho y a veces imposible, o teniendo “imagen” (antes “buena facha”, expresión desaparecida por motivos obvios), no sorprende que, al despertar del bullicio cuadrienal, nos veamos gobernados por mentirosos. La mentira pública es una gravísima responsabilidad y, en tierra de católicos, tan pecado mortal como el homicidio.

El mal de España -de la España real a la que intentamos acercarnos - no está en la nostalgia ni en esa supuesta crueldad que algunos personifican en los toros. Ni está en su pobre cultura, porque no es pobre la cultura del pobre, ni ligera la del flaco. El mal de España está en lo que unos y otros creen que no posee: en la tolerancia. ¿Que no somos tolerantes? ¡Vaya! Tolerantes, confiados y propensos a aguantar cada día un poco más. Estoicos y ni siquiera con la grandeza de un Emperador Romano.

«¿Qué se le va a hacer?» «Ya no tiene remedio.» «Dios dirá». Aquí se respeta al hombre. Aquí se respeta hasta al hombre malvado. No es raro que el delito más original del mundo sea español: el timo. Porque es fácil timar a los españoles. Porque es fácil, dada su conformidad natural, llevarlos a malas situaciones sin apenas quejas.

Demasiado cultos y, por lo tanto, muy tolerantes. Aquí hemos aguantado a todos, desde los Celtas en adelante. Todos han venido y nadie ha encontrado, al principio, ninguna resistencia. Todos, en cambio, han tenido que irse o hacerse nosotros. ¿Por qué?

Porque frente a una España que aguanta lo indecible y que calladamente confía en un futuro mejor, es muy fácil equivocarse, envalentonarse, y acabar creyendo que, ya que ha soportado esto y lo otro, va a tolerar estotro más. Poco a poco se llena el vaso de la ira. Poco a poco, callandito, se acumulan las ofensas hasta que al final algo, no siempre excepcional ni insoportable, rebosa el nivel de tolerancia, que es muy alto.

Ese acontecimiento pequeño, esa injusticia particular, se convierten en espoleta y todas las ofensas súbitamente salen a la luz. Es la sublevación. Aquí no se hacen revoluciones: ¿para qué, si somos todos revolucionarios? Aquí se hacen sublevaciones y ¡ay de quien ofende a un gran pueblo! Luego, rebasado el punto de retorno, los sucesos son irremediables y trágicos. Pero siempre, cuando llegan, es porque alguien no ha sabido interpretar los silencios de España; porque alguien no ha sabido medir las fuerzas de España cuando, indolente, calla y se pregunta a partir de qué momento peligrará su futuro. Cuando ese momento llega, ya no hay estoicos, ni sufridos ni indolentes: todos - como dijo Napoleón - reaccionamos como un solo hombre: Un hombre de honor. Dentro de cada español hay un hidalgo.

Podría atenerme a la historia y poner muchos ejemplos, pero es preferible emplazar al futuro para que dé razón.


HABLAR DE ESPAÑA.


¿Nos gusta a los españoles hablar de España? Sí y no. Nos gusta hablar mal de España entre nosotros y no nos gusta hablar de España seriamente porque hay algo en ella, en su historia y en su presente, que nos intranquiliza. Sospechamos que España padece doble personalidad - y no es así - y que tiene un alma contradictoria: exaltada y apática; tierna y seca: juvenil y decrépita.

¿Es España un enigma histórico? Desde luego es bien cierto que España no acostumbra a comportarse como se espera de ella. La reacción de España ha sido y es siempre imprevisible, pero ahí no podemos quedarnos. No es una respuesta.

¿Por qué es imprevisible España? Porque para prever algo hay que conocerlo bien y a España no la conocemos ni los españoles. Con esto hay que terminar del único modo posible: hablando mucho de España. Pensando lo necesario en España. A poco que lo intentemos, puede resultarnos apasionante.

Conocer su historia es básico (y por eso no la enseñan ya, junto con la literatura), pero más aún preguntarse siempre por qué han llegado a suceder los acontecimientos que nos han traído hasta este punto negro y hasta los anteriores. Tiene España algo de inevitable que al principio nos puede asustar. Pero sólo hasta comprender que la única posibilidad de un futuro grande y pleno pasa por la interpretación exacta de por qué suceden las cosas aquí.

Cuantos más hombres se preocupen de ello, más cerca estaremos del éxito. Pensar, pensar y pensar, para poder actuar. Conocer, conocer y conocer nuestra realidad para conseguir dominarla. La tarea no exige grandes inversiones económicas ni esfuerzos sobrehumanos: leer, comentar con los amigos, hacerse preguntas. Eso es todo lo que necesitamos hoy para triunfar, porque hablar de España nunca será un error; lo peligroso es silenciarla.


LAS ESPAÑAS.


En cuanto empezamos a hablar de España, descubrimos algo fundamental: que existen muchas versiones de ella y que, además, han existido muchas Españas. Todos conocemos al señor que aplica al desarrollo de España criterios económicos y habla, por ejemplo, de cómo la España ganadera se impuso a la agrícola y del modo en que la pobreza influyó en la colonización de América (no fue colonización sino repoblación). Lo terrible es que este señor no considera otras realidades distintas; se niega a hacerlo y, por lo tanto, se engaña. Hay quien sólo considera a España una aventura espiritual, que lo es, pero no exclusivamente. Para él sólo cuentan la fe y los santos, los esforzados y los místicos, pero olvida a los traidores y a los conspiradores, a los extranjeros y, ¿cómo no?, a los banqueros, desde Pedro el Cruel y los Függer del gran Carlos.

Que haya tantísimas versiones sólo explica que nos acercamos al ser de España con ideas preconcebidas, con el juicio de lo que deseamos que sea hecho. El superviviente marxista se obstina en ver una sucesión de clases dominantes, dueñas, según las épocas, de los medios de producción: monarca, nobles, clero y burgueses esclavizando a un pueblo sin carácter y sin inteligencia. ¡Vaya! Otros creen que España es una pura casualidad, una buena o mala suerte o, mejor, «una buena mala suerte.» Hay quien intenta la versión a través de las razas y su mezcla: celtas, íberos, godos, árabes, africanos y judíos... Y aún otros lo explican todo con la geografía en la mano para opinar que tales cosas nos suceden por vivir donde lo hacemos: no hay otra razón.

Que haya tantísimas versiones sólo explica que nos equivocamos muchísimo, porque sólo puede haber una razón auténtica. Pero ¿cuál es? Ni sólo la geografía, ni sólo el poder de una clase, ni sólo las invasiones ni sólo la raza. Todo ello unido tampoco, aunque explica algo mejor nuestros problemas, que han sido muchos, desde el aislamiento pirenaico - que nunca lo fue del todo - hasta nuestra religión.

Cuando seguimos hablando, acabamos por tener la sensación de que en realidad nos preguntamos por quién tiene la culpa de que España sea así, y esa no es una actitud muy positiva, por más que es muy nuestro eso de intentar echarle a alguien la culpa de todo. La Leyenda Negra señala a Felipe II, el monstruo del mediodía. A Fernando VII se le cargaron todos los mochuelos habidos y por haber. Vemos últimamente como se intenta hacer responsable a Franco y, cuando no, al desafortunado Aznar.

¿Y adónde nos conduce? A engañarnos. España no es una culpa ni un fracaso por el simple hecho de no ser como otras naciones. España no es un error. No puede serlo, porque los errores históricos de un pueblo se pagan con su desaparición, y eso todavía no nos ha sucedido a pesar de los intentos de los partidos y de los separatistas catalanes y vascos. Lástima que se piense así, porque significa que año tras año, siglo tras siglo, nos negamos a aprender de España. El mismo Primado de España, arzobispo de Toledo Antonio Cañizares, cuando en Agosto del 2004 parecía enterarse y decía públicamente que los poderes y medios estaban despedazando a la Iglesia, se engañaba: eso no puede ser más que si la Iglesia Católica deja de ser fiel a sí misma. Cosa que seguramente ha sucedido en muchas diócesis. Por otro lado, esa Iglesia no puede ser «despedazada» sin que antes se haya afectado a la médula de España, cosa que el clero ha visto hacer sin decir una palabra y con la que ha colaborado en Vascongadas, Cataluña, Baleares. De aquellos polvos, estos miedos.

¿Sentimos a España como fracaso? Muchos, sí. ¿Sentimos a España como éxito? Nadie lo hace ahora, desde luego. A veces somos capaces de ver, casi con claridad, la España de una época, pero esa ya no es nuestra España de hoy, que es siempre mucho más, que ha crecido en muchas otras direcciones. Quizá lo que de verdad importe sea dar con el motor de España, con lo que la mueve. Antes ya dije que sigo creyendo que hay uno fundamental: su necesidad de independencia.

Tal vez no sea el único. Es más: algo tan grande como España no puede depender de una sola fuerza para empujarse hacia el destino.



LA CANTIDAD ESPAÑOLA.


Nunca hasta la fecha he encontrado a nadie que tratara de interrogarse con el problema de la Cantidad de España. Quiero decir que España puede ser mucha, algo o poca, y que esto ha de ser analizable.

¿La España de los reyes godos, era más o menos; tenía más cantidad de España que esta de ahora? ¿Y la de los reyes Católicos? ¿Y la de Napoleón? ¿Y la de Franco? No se trata de una pregunta fútil. Es importante medir la vitalidad de España en el tiempo y encontrar el método para hacerlo.

Tengo para mí, aunque es muy discutible, que España, como las ciencias, es una entidad acumulativa. En España se van sedimentando las experiencias de sus generaciones, sus éxitos y sus fracasos, sus problemas y el modo que tuvieron de resolverlos. Es una Patria de aluvión que nunca está hecha del todo y que necesita geólogos que vayan analizando sus estratos.

España fue - porque tuvo que serlo alguna vez - un embrión de Patria. Con ese embrión empezó a ser y a dar respuestas colectivas y a generar modos y actitudes unívocos. Por el éxito y el error, adoptó los comportamientos más prácticos para su modo de ser y los fue convirtiendo en universo, en cultura, en su modo particular de responder a las necesidades del devenir.

¿Qué número de hombres fueron españoles por primera vez? ¿Qué número de españoles hallaron y usaron a España como principio de atribución de sus relaciones con el mundo? El nacimiento de una Patria no es acontecimiento fácil. No todos los pueblos consiguen ser Patria, y no todas las Patrias nacientes se consolidan.

Es de suponer que las primeras generaciones tienen de ello una conciencia muy difusa, si la llegan a tener, pero sus comportamientos patrióticos necesariamente han de ser más solidarios, estrictos y permanentes que cuando la misma Patria lleva siglos ya en movimiento. Por eso las Patrias que funcionan lo hacen por la vía del esfuerzo, y contagian. Así crecen.

¿Fueron cien mil los primeros españoles? Su «cantidad española» era la del Todo dividido entre cien mil. Aquí, claro, lo que se reparte es la responsabilidad, y de la forma de aceptar esa responsabilidad dependió el futuro de España. Siete millones de españoles hubo con Felipe II. Una cantidad de responsabilidad mucho menor que al principio. España podía, pues, permitirse el lujo de que algunos españoles no se sintieran tales, y no aceptaran sus responsabilidades, mientras otros cargaban con el esfuerzo de varios.

¿Y hoy? Nos basta dividir el Todo, el mismo principio de atribución de nuestras relaciones con el mundo, entre los cuarenta millones (o, quizá, entre los cuatrocientos millones), de donde resulta que la cantidad de peso que reposa sobre cada uno de nosotros es infinitamente menor que al principio de nuestra historia, Podemos tener traidores, convidados, zánganos, indiferentes y hasta enemigos.

La Cantidad Española por persona es inversa al número de hombres. Pero hay algo más: la experiencia aprendida ha aumentado con cada generación. El número y la intensidad de relaciones, también. Esto no hace que la Patria sea más grande o más importante, pero sí la convierte en mucho más compleja y resistente. Más difícil de comprender, también, y hasta de servir.

Si la Cantidad de España que directamente nos corresponde es menor, -y esa es la cantidad con que nos relacionamos con los demás - , y la complejidad del Todo (del principio de atribución de nuestras relaciones con el mundo) es mayor a cada generación, está claro que tenemos problemas para vivir nuestro patriotismo, y, también, para explicarnos como es nuestro universo español.

En otras palabras: el de hoy necesita atender más a su condición de español; no darla por supuesta simplemente. Necesita meditar largamente sobre su responsabilidad histórica y atender a que no se pierda el único camino verdadero que tiene para comunicarse con el mundo y para obtener la libertad que la Naturaleza niega: su Patria.

No pocos compatriotas han perdido ya su capacidad para usar de lo español como elemento básico de relación con el mundo: han dejado, en cierto modo, de ser españoles, pero no han podido ser otra cosa: están extraviados en un mundo que no pueden comprender ya, y despojados de la mitad de su humanidad: justo la mitad que les hermanaba.

Y esta es una de las más importantes causas de nuestro drama. La medicina -siempre insisto en ello - la sabemos ya todos: Hablar de España. Nada une tanto como esto.

Pruébelo usted, lector amigo. Tiene mucho que ganar y, con usted, todos nosotros.

MUESTRA HISTÓRICA DE LA CANTIDAD DE ESPAÑA
LA ESPAÑA ACTUAL, HIJA DE SU MALA HISTORIA.

Con sólo alguna visión histórica basta para observar que las uniones europeas entre estas culturas divergentes sólo han sucedido cuando una nación ha dominado a las demás. Por delante de las legiones, por ejemplo, iban los mercaderes, que solían crear rutas, factorías, centros comerciales y comunicaciones estables. Luego, los ejércitos y, después, la cultura: La Romanización.

Roma sigue viva en el pensamiento europeo en el que siempre se ha notado la fascinación por aquel mundo unido –no tanto como se supone-, aunque ya desde antes de Constantino se cuarteó entre Césares y Augustos, aliados pero independientes. Tras Constantino, que rehizo la unidad política pero creó la Roma de Oriente, se volvió a una división creciente. Lo que mantuvo la unidad romana no fue ya ni la fuerza ni el comercio sino la cultura común que extendió y toda cultura es, con amplios márgenes para la innovación, una unidad de doctrina en lo fundamental.

Los intentos posteriores de recrear Roma no tuvieron este éxito pese a la ya completa cristianización que todos compartían. El Imperio Carolingio se desvaneció con los nietos de Carlomagno, aunque germinó en el Imperio Romano Germánico, que culminaría en el Imperio Austro Húngaro. No consiguió ser la unidad perdida y evocada. Por las fechas de Carlos I, España fue la defensora de centro Europa: se batió contra la Reforma –elemento disgregador-, fue decisiva para salvar a Viena de los turcos y, aún en decadencia, batió al estratega del momento (inventor del cartucho, por cierto), el rey sueco, en las sucesivas batallas de Nordlingen.

El Imperio Francés se estableció al revés que el romano: primero la nueva cultura, la ilustración como avanzadilla, luego, la Grand Armée de Napoleón. Se disipó con la caída de Napoleón. En lo más moderno, antecedente de nuestra Unión Europea, Hitler, que ocupó casi toda la Europa continental, pero perdió su guerra de conquista contra los aliados, como Napoleón contra los coaligados. No se pueden intentar esas empresas sin que se forje una alianza, al grito de «las cosas, como estaban.» Aunque las cosas, tras cada intento, acaban muy distintas. Tan distintas que de aquella guerra salió la Unión Europea. De aquellos polvos, estos lodos.

El nuevo intento, la U.E. (siglas compartidas con E.U), arranca, tras la II G. M., con una nueva versión de método romano: la llegada masiva del comercio norteamericano coincide con la ocupación militar y, luego, con la presencia de grandes fuerzas acantonadas en toda Europa. Lo que nosotros llamamos “las Bases”. Aunque ya las grandes corporaciones americanas se habían establecido en La Francia y la Inglaterra de la preguerra, y en la Alemania del III Reich, donde funcionaron antes y durante el conflicto, ayudando a la industria de guerra alemana en contra de los intereses de Estados Unidos, donde residían las matrices. La General Motors, la Ford, IBM, por ejemplo.

Desde esta circunstancia de ocupación, ya masiva, ya estratégica, quedó asegurada la extensión de una pseudo cultura, diseñada para funcionar como doctrina y vademécum de lo que se puede y no se puede hacer: el liberalismo. Cosa muy natural porque las empresas son liberalistas, sociedades anónimas que acaban copando el mundo de la información y el del tiempo libre, desde su indiscutible dominio económico y financiero.

Así adoctrinada Europa, pronto se establece un creciente Mercado Común, más útil para ciertas empresas que para todas las personas. Este mercado se convierte, de la noche a la mañana, en Unión Europea que ya está elaborando su constitución con la idea tenaz de convertirse en una nación artificial, sin nombre propio, y realizar el viejo recuerdo de una sola Europa, quizá trasatlántica esta vez, federal sin duda, cuyos vínculos, cuyos cementos, serán los económicos: desde una moneda única a la ya incipiente legislación única. Nada original el sistema de fabricación de una nación sin raíces.

Si las cosas marchan así, ¿qué pasa con España? Sería normal que la creación de una nación fuerte, destinada a ser gran potencia mundial, aparentemente consentida por todos, provocara cierto entusiasmo entre las poblaciones, pero en España sólo se le observa en la clase política, en los medios de información y en las empresas potentes. Lo que llaman pueblo, aunque sea tratado como masa, no se adhiere. No confía.

Somos una Patria vieja, aunque periódicamente rejuvenezcamos, y sospechamos de cualquier cosa que se nos imponga desde fuera- De hecho, sin consulta ni referéndum, se ha entregado una parte de soberanía que ya no “reside en el pueblo”. Y más que se entregará aunque figuremos desde el principio en un puesto secundario, obligados a ser mercado y no producción.

¿Por qué?

Es evidente que se nos lleva adonde no hemos pedido ir. ¿Existe alguna justificación para el hecho cierto de que España (salvo sus clases dirigentes), como la comunidad que es, no sea favorable a diluirse en una Europa que sólo tiene realidad geográfica y una ligazón económica por vía de las Multinacionales y de las Internacionales, todas liberalistas de palabra, comunismo incluido, pero todas devotas de la Ley del Máximo Beneficio, a ser posible en el menor tiempo? A fin de cuentas comunidad es comunión de costumbres, cultura y rumbo histórico: ¿Está la U.E. en nuestro especial rumbo?

De entre toda Europa somos la sociedad más confusa. Se cuida, desde la alianza poder-medios, de mantener esa confusión y de acrecentar el miedo al futuro, que es miedo a la soledad en el mundo: si no se está en la UE se está marginado y sin mercados. Un ejemplo: en el momento de escribir esto, en un mismo día se reciben las noticias de que se retiran 600 guardias civiles de Vascongadas y de que Interior asegura que no reducirá la Guardia Civil. No es la misma cosa, claro está, pero crea confusión y deja un margen a la duda: Dime qué prometes y te diré qué planeas.

Veamos, entonces, cómo ha llegado España hasta aquí siendo lo que es. Cuando un reino, una nación, crece vertiginosamente, acomoda su cosmovisión, su talante, sus relaciones con el mundo (o sea, la Patria). La gente crece; la cultura se engrandece; aumenta el espacio común en que nos comunicamos y el número de receptores.

Un apogeo que de manera inevitable anuncia un perigeo. La vieja España quedó sentenciada en la Guerra de Sucesión, con el aviso de la intervención de potencias extranjeras en nuestro suelo: holandeses, ingleses y franceses. Fue el primer mordisco al gigante que éramos. En Utretch, en Rastatt, se nos perdieron no sólo estados sino confianza y misión. España, rectora de su mundo, perdía incluso partes de la metrópoli: Menorca y Gibraltar.

Empiezan las crisis permanentes

Sucedió un letargo imposible. España seguía siendo el mayor imperio, pero no se dirigía a ninguna parte. Quizá se creyó entonces que bastaba con sobrellevar, con sobrevivir, con quedar como estaban. Cualquier empresario de hoy , cualquier estudiante hubiera podido dar a los reyes Borbones un consejo necesario: Si no creces, decreces.

El siglo XIX, con Trafalgar, la Paz de Amiens, los pactos de familia con la república francesa, la permuta de la Luisiana por un reino falso en Italia que ofreció Napoleón (ya vendida La Florida), que acabó resultando un regalo para los emergentes Estados Unidos: Del Missisipí, hacia el Oeste, todo territorio de nuestra soberanía.

El concierto español se presenta ya como una carrera hacia el final de su mundo: La invasión napoleónica, la constitución que consagraba principios contra los que el pueblo luchaba “como un hombre de honor” a decir de Napoleón; los tumultos liberales, las asonadas, las deficiencias de Fernando Séptimo y el error de la Pragmática Sanción que acabó ensangrentándonos. Y, mientras, la guerra civil en las Américas, Bolívar, San Martín, Sucre, y tantos, hechos en el ejército español y luchadores contra la francesada.

Desaparecido el Imperio tan rápidamente, entre derrotas, traiciones (¿adónde iba Riego cuando se sublevó?) y falta de visión, todo cambió bruscamente. Una verdadera crisis de hombres, no sólo política. La vejez absoluta, como si un joven se descubriera, de repente con noventa años y comprobara que ya no es el de ayer, que no puede valerse como solía y que no siente deseos de caminar hacia ninguna parte.

Tuvo que ser, fue, un cambio absoluto que enturbió todas las almas: hubo que comprimir el espíritu para ajustarlo a los nuevos límites en que ser español y soñar y crear. Comprimir los horizontes gigantes de la expectativa y volverlos a recluir en un espacio físico e intelectual que ya todos habían dejado atrás, abandonado porque no servía para lo futuro. Un regreso a la edad de los Reyes Católicos, pero sin empuje, sin confianza, con la fe discutida y con la ambición ya no atemperada por la idea del deber histórico.

Fue retroceder en el tiempo, en la propia estima, en los sueños de inmortalidad y en la dignidad. Fue, y así se sintió, una deshonra. Sin paliativos. El pueblo que, en masa, se portó contra Napoleón como un solo hombre de honor, quedó sin honra y lo supo. No parece que se conformara cuando volvió contra él mismo su ímpetu durante doscientos años.

Hagamos una explicación del ayer que aún es, en parte, hoy.

España, tras las diferentes crisis, en especial con la del imperio y las que las frustraciones produjeron, se encontró en soledad consigo. De un golpe perdía la mitad de su gente y se reducía a las fronteras que abandonó siglos antes. Como el catedrático italiano que ha sido noticia reciente, Giorgio Angelozzi, que ofrece quinientos euros mensuales si alguna familia le adopta como abuelo. El profesor, hecho a las aulas, a convivir con muchos, a enseñarles caminos y transmitirles ideas, de repente se encontró sin su sociedad de toda la vida: perdió población próxima: no pudo seguir viviendo como lo hacía ni seguir siendo lo que era. La crisis le llevó a poner anuncios en los periódicos. De abuelo voluntario y pagando.

No otra cosa nos pasó en el Siglo XIX, al que llegamos con la España ultrapirenaica perdida, seguros de no poder ser más como éramos ni de pensar como pensábamos ni de emprender lo que emprendíamos. Se vio en el mundo y lo certificó aquella frase realista en su tiempo: Europa termina en los Pirineos.

Una teoría de prueba.

La teoría es que, cuantos más hombres componen una sociedad menos responsabilidad tienen: la obligación de mantener el rumbo histórico hacia una meta propia se diluye. Si la población es menor y menores las fuerzas, esa responsabilidad individual se hace más intensa y urgente. Pero si sucede que una sociedad numerosa, con la responsabilidad diluida, se empequeñece, que es el caso de España a la pérdida del imperio, es muy difícil la readaptación a las nuevas necesidades cuando antes no era crítica la dejación.

España perdió, en poco, medio mundo, quizá la mitad de su población; se desajustó. También en el 98 se redujo mucho, desajuste sobre desajuste. Es más, el crecimiento en habitantes es señal de que las cosas marchan, pero el decrecimiento –y hoy vivimos una España poco fecunda- es un aviso de próximas crisis graves.

Si nosotros y los demás de la U.E. nos sintiéramos europeos y sólo europeos, o si la inmigración supiera o quisiera integrarse en España, se pospondría en parte la crisis que se adivina. Pero, nacidos en una cultura tan amplia y universal, los españoles sólo podemos ser españoles. Llevamos, como todos los hombres, una réplica del mundo con nosotros. De un mundo español, como el francés lo tiene francés, y el alemán y el inglés y el polaco.

España es el principio de atribución de nuestras relaciones con el mundo, lo que significa que también lo es de nuestras relaciones con Europa. Relaciones que hoy se perciben sólo como asunto de política y de economía. Decrecemos por algo más que infertilidad y coste de tener y criar un hijo. También por el aborto, que quizá nos haya arrebatado ya a más de 500.000 compatriotas; pero, sobre todo, por la falta de confianza en nuestra sociedad, por la ausencia de motivos para seguir españoles, porque unos rumbos vacilantes y falsificados restan fe en lo futuro. En nuestra España decreciente, que va siendo repoblada por gentes que no se llaman españolas a sí mismas, la Unión Europea significa una invasión más en el largo ciclo de nuestros fracasos: Falta el empuje para que sea España la que entre en Europa y carecemos de fuerza moral e intelectual para evitar que alguna Europa entre aquí y nos homologue, o sea, nos “normalice”.

El mundo español, con vecinos como los que tenemos y con neuróticos como los nacionalistas, está abocado a la desaparición si no se encuentra, con urgencia, alguna misión en que creer, si no se señala un objetivo final, si no se explica la causa última que justifique nuestra peripecia histórica, tan desgraciada desde 1700. España, comunión, necesita ayuda de alma, psiquiatría social, antidepresivo moral.

Debe de ser confortante poder pensar que cuanto nos sucede es porque vamos hacia tal o cual meta. Debe ser la felicidad creer a los jefes tanto como para seguirlos. Pero más cierta es la amargura de contemplar cómo vacila España y no se sobrepone a un prolongado fracaso histórico. Vivir es sobreponerse. Morir, olvidarse de quien se es, volverse la materia espíritu y el espíritu materia, como pasa con el oro, que produce fiebre de la razón. Quizá dejemos de ser España algún día no lejano, pero nunca conseguiremos ser en Europa como españoles hemos sido.

LA CONSPIRACIÓN.

Mucho se ríen esos extraviados que comentábamos arriba al oír hablar de las conspiraciones antiespañolas. Son ellos, justamente, víctimas de ese problema de Cantidad. Ya no perciben los lazos que les unen a los demás y, en consecuencia, tampoco pueden darse cuenta de que la independencia es previa a cualquier papel histórico y a la libertad individual.

Precisamente es la independencia lo que se nos quiere arrebatar, porque otros han decidido el destino del mundo, con su Nuevo Orden Mundial, y, aunque pueden permitirse guerras no pueden, de ninguna forma, tolerar comportamientos nuevos sin correr peligro.

España, cuya vocación militar es más que discutible y cuya vitalidad guerrera es innegable, se encontró dueña de dos mundos enormes: el espiritual (conseguida la unidad física llegó la religiosa) y el territorial (con una América nueva y una Europa todavía dividida). Tuvo, pues, necesidad de mantener ambos: mientras el uno le exigía fe y contacto humano, el otro guerra y dinero.

Se vio sometida, así, a un increíble desgaste; obligada a mantener su fe para sobrevivir como Patria y necesitada de mantener su imperio como soporte de su vocación universal. Quizá debimos haber elegido entre lo uno o lo otro, o haber sido menos sentimentales, no tan profundamente humanos, porque nuestra concepción del hombre y de su misión no cuadraba con nuestra necesidad de dominio físico sobre la tierra. Nos faltó crueldad, de lo cual me alegro, y método, lo cual deploro.

Fuimos absolutamente independientes mientras crecimos; creadores fuera de serie. Empezamos a perder nuestra libertad cuando tuvimos que defender nuestros descubrimientos, que nos convirtieron en siervos de nuestra extensión. Aquello concluyó como era previsible ya desde Quevedo: Lo que solos les quitamos a todos, entre todos nos quitaron a nosotros solos.

(Se recuerda que a finales del Siglo XVIII, el Ejército regular en tiempos de paz era de 75.000 hombres para sostener un imperio que aún permanecía casi entero. ¿Qué clase de hombres tenían que ser aquellos pocos, diseminados por el mundo? ¿Qué clase de gigante disciplina practicarían sobre ellos mismos? ¿Qué indiferencia ante la dificultad?)

Pero aquel fracaso heroico que clama en Quevedo, aquel fracaso glorioso que fue una agonía de más de dos siglos, nos marcó. El hecho de no haber vencido nosotros sobre el resto del mundo parece que convenció a España de no ser capaz de grandes empresas. Se aletargó la vida nacional. Unos prefirieron vivir del recuerdo y la nostalgia, y otros se volvieron hacia el extranjero, tal vez convencidos de que había que imitarles puesto que nos habían vencido, demostrando con ello ser mejores.

Son momentos turbios de la historia, imbuidos del miedo a creer y del miedo a soñar, hasta que aquella crisis nacional, aquel encerrarnos en nosotros, sin participar en los sucesos del mundo, desemboca en 1936 y en el momento en que hubo que decidir si seguíamos siendo españoles o desaparecíamos como pueblo.

A partir del 39, la reconstrucción; y a partir del 45, el bloqueo: aislados, no tuvimos ninguna servidumbre política, puesto que Italia y Alemania habían desaparecido como antiguos aliados. Tampoco participamos del Plan Marshall ni del dinero internacional, por lo que nos libramos de la descarada compra de Europa por Estados Unidos y de las servidumbres financieras que ello conllevó hasta hoy. Esto equivalió a rescatar nuestra independencia internacional. Y lo que se hizo, se hizo con nuestro trabajo, con nuestro dinero y con nuestra unión.

Fuimos - y no es nostalgia - novena potencia mundial: mucho más de lo conseguido en los últimos doscientos años. Nuestro índice de desarrollo sólo era inferior al del Japón, y aún en décimas. Las relaciones sociales eran, con mucho, más estables y pacíficas que en el resto de Europa, sin duda vigiladas, y no había forma de retrasarnos, al no depender políticamente del exterior (internacionales) ni financieramente del dinero internacional (multinacionales).

Pudimos - de haber seguido mejorando en nuestro camino de independencia aunque se cambiara la estructura del estado- alcanzar puestos aún más notables, con una administración que no debía dinero a nadie Apena y, en ocasiones, aira saber de cuántos malos pasos nos hubiéramos librado con sólo un poco de presencia de ánimo y de inteligencia en lugar de pillería. Pudimos - y en parte sucedió - ser competidores de los más grandes y repartirnos riqueza y cultura camino de una nueva edad. Era una posibilidad que la nación entera sentía.

Por eso, porque desde fuera no había instrumentos para desviarnos de nuestro camino, ni le era fácil a la diferentes masonerías carcomer nuestra sociedad; como no nos podían imponer acciones que interesaran a unos terceros, se hizo el Contubernio de Munich: la sólo presencia de comunistas y separatistas indica lo poco que importaba en realidad la «democracia». Por eso, a la muerte de Franco, se nos impuso un sistema a través de los ambiciosos y se nos arrebató un digno y pacífico futuro.

Hemos llegado ya, en pocos años, al puesto veintitrés o veinticinco de las naciones. Nuestras empresas están invadidas por el capital extranjero, que ha obtenido el libre tráfico, mientras nuestros políticos están dominados por las ideas extranjeras de las internacionales. Nuestra enorme deuda es, ni más ni menos, la anilla en la nariz del oso. Nos han neutralizado. Ya no seremos competidores: ¿Cuál es nuestra función en la Europa del Siglo XXI? Ya no decidiremos por nosotros. Ya hemos sido invadidos y colonizados.

Cuando unos años después cayó el Sha de Persia en una revolución apoyada por los EE.UU. muchos recordamos unas declaraciones suyas: presumía de que la industrialización y modernización de su Patria les llevaría al rango de superpotencia para el año dos mil. Debía ser verdad, porque fue destronado y perseguido, y Persia arrojada a la Edad Media de la mano de un loco, como nosotros fuimos arrojados a los entornos de la Primera República. La gente acaba pareciéndose a sus gobernantes.

Creo que son historias paralelas. Por eso clamo, una vez más, por nuestra perdida independencia. Hubo, pues, una conspiración. Y tuvo éxito.



¿CÓMO SE AMA A ESPAÑA?


Hace desgraciadamente bastantes años que me hirió por primera vez la chocante frase de José Antonio Primo de Rivera: «Amamos a España porque no nos gusta». A mí me gustaba España por dos cosas: porque era casi un niño y porque no había pensado, siquiera, en la posibilidad de que pudiera no gustarme lo que me hacía miembro de una comunidad tan importante: España misma.

A partir de entonces interpreté la España que no gustaba a Primo de Rivera, como esa España triste, material, sin ilusiones ni empuje. La España vencida definitivamente, asustada, dormida en recuerdos y apenas capaz de exaltarse: tan sólo en el odio. También era la España injusta y el obrero explotado, la justicia insultada y la libertad sometida. Efectivamente, esa España tampoco me gustaba.

Pero imaginaba ir - demasiado despacio - hacia una España grande y libre y a ella pensaba añadir mi esfuerzo y mi ilusión, mientras que por ella - me decía - me enfrentaría a los falsarios, a los explotadores, a los zánganos y a los ambiciosos. Por España, no por ninguna doctrina política. Y amaba intensamente a esa España venidera que yo ayudaría a terminar.

No fueron así las cosas. He visto desde entonces demasiados «posicionamientos», y he oído a la misma gente que me llamó rojo en su día llamarme ahora ultraderechista: aquí no suele existir el derecho a discrepar razonadamente (con razón es peor) sino la inquisición laica, o sea, lega, o sea, que no sabe. Lo que importa es conservar el espíritu de rebaño, la docilidad intelectual. El asunto es si este invencible cansancio que siento se lo debo también a España, a una fidelidad propia mal entendida, o a unos sueños que solamente se quedaron en sueños por mi culpa y por la de varios cientos de miles de españoles que sabían que lo primero es creer y lo segundo, razonarlo.

Así que me vuelvo a preguntar qué España era la que no le gustaba a Primo de Rivera. ¿Hablaba de los hombres de España? ¿Hablaba de la historia de España? ¿Hablaba de la indolencia de España? No lo sé todavía. ¿Se refería a una de esas dos Españas famosas, cuya misión era helar corazones? La España que muere y la España que bosteza, de Machado.

Siempre hay una España que muere. Siempre la parte inútil de España queda atrás, a merced del olvido, y, en ocasiones, del insulto apasionado. Es la vieja ropa temporal; la moda de las ideas y de las costumbres: lo accidental de España. No resisto la tentación de una frase: sólo sobrevive al tiempo lo esencial de España.

¿Y qué es de la España que bosteza? Porque ésa continúa aquí, bien viva, aunque dormida, lastre de la revolución que no acabó de llegar; residuo de lo poco que desprecio: la incapacidad para sentir grandes ilusiones. Pero a esa España es a la que nuestros políticos le preguntan. Con esa España apática es con la que cuentan. A esa España es a la que dicen amar.

¿Cómo amaba Primo de Rivera a España? ¿Cómo la ama cada uno de los españoles que se le entregan? ¿Y con qué? ¿Con qué llegamos a amar a nuestra Patria? Yo lo hago desesperadamente y con rabia. Pero también con fe.



LA TENTACIÓN DEL DESPRECIO.


¿Por qué será esa permanente afición nuestra al desprecio? En otra parte se ha dicho que España era, de momento, una frustración histórica y que no hemos sabido aceptar en su justa dimensión el hecho de que fuimos vencidos por muchas naciones al cabo de trescientos años de lucha. El desprecio español viene de más lejos. Al que nos vence no se le desprecia; se le odia y se le perdona. Uno sólo desprecia al inferior.

¿Es éste nuestro caso? ¿Cuando despreciamos a otras naciones, queremos decir que nos sentimos superiores a ellas? Quizá. Pero, ¿cómo es posible que algo en nosotros se sienta todavía superior después de los sucesivos fracasos y derrotas? ¿De dónde sacamos los españoles nuestro orgullo?

Es como si no aceptáramos los fracasos, como si estuviéramos convencidos de que no han sido por nuestra culpa y que, si quisiéramos, las cosas rodarían de muy otra manera. Pero esto puede ser malo y no veo en ello más que otro de los síntomas de nuestra enfermedad centenaria: nos parece que las cosas que han pasado aquí les han pasado a otros, a otra España a lo mejor. Huimos de la responsabilidad de nuestros errores históricos y seguimos pensando que somos los mejores mientras no nos atrevemos a demostrarlo. Por si las moscas.

Algunos españoles despreciamos a los extranjeros, a los que acusamos de ser incomprensibles. Lo son, claro, en tanto que obra de otra cultura, y eso no lo cambiará la Unión Europea. Pero si nosotros intentásemos comprender por qué somos distintos a ellos, estaríamos dando el paso necesario para empezar de verdad a ser mejores.

Otros españoles desprecian, en cambio, al pueblo español, al que acusan de bárbaro, inculto o tonto. Desprecian a España por no ser ni tan práctica ni tan rica ni tan lógica como otras naciones. Y desprecian a todo español que publica su amor a España, acusándolo de ilógico, de nostálgico o de prehistórico. Son ellos los prehistóricos, los que han retrocedido a los tiempos en que España no existía; los que reniegan de una buena parte de su ser. Son ellos los despreciables, aunque «políticamente correctos». Despreciables porque todo español es respetable y un hidalgo capaz de maravillas en los malos tiempos.

Pero también significa algo más la española tentación del desprecio: queda en el fondo de la gente la conciencia de lo que España puede y debe ser; el eco exigente de los siglos, y hasta la vergüenza por haber desperdiciado magníficas oportunidades.

Ese desprecio indica que en nosotros vive todavía un ideal y aguarda - entre la esperanza y el miedo - la oportunidad de ser lo que ansiamos: protagonistas de la historia. De la nuestra, al menos. Esa es nuestra vanidad, el protagonismo o, como se dijo en la transición primera, ser la envidia de Europa. Si nos duele que se hable mal de nuestras cosas, más parece dolernos que no se hable en absoluto.

Y no tener que volver nunca más el desprecio contra nosotros mismos: la aventura de ser español en el mundo sigue siendo importante, como demostrarán los muchos años que nos separan del siglo próximo.



LOS ENEMIGOS.


Sabemos perfectamente que hay una corriente de opinión que se obstina en mantener que España no tiene enemigos o, al menos, que nuestros enemigos no son los que creemos: esto justifica muchas decisiones raras y, por supuesto, el desmantelamiento real de los ejércitos. En principio esas afirmaciones, no tener enemigos, me parecen poco realistas y escasamente sinceras, motivadas por intereses o políticos o económicos
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Una nación - y más la nuestra - ha de tener enemigos para mantener su tensión histórica y hacer más vigorosa su proyección hacia el mundo. Por lo demás, los enemigos existen siempre, se les reconozca como tales o no. Las naciones que olvidaron esto sucumbieron siempre. Y, como vemos, hemos admitido que los vecinos nos regulen cada gramo de producción, en un proceso que sólo se daba con quienes habían perdido una guerra y no tenían más remedio que transigir.

Nuestros enemigos tradicionales son nuestros vecinos, más Inglaterra, con la que lindamos a través del mar y del Peñón. Siguiendo el postulado clásico, nuestros amigos debieran ser sus enemigos naturales. Pero tenemos, además, otros, que son los diferentes proyectos de dominación universal, ya se llamen Capitalismo, Trilateral, Masonería y los infinitos supervivientes del socialcomunismo.

El que no quiera creer en ellos, que repase nuestra historia y que compruebe los malos resultados que se han obtenido al embarcarnos en proyectos exteriores no pensados por nosotros. Hoy, como otras veces, nos quieren hacer creer que Europa nos aplaude, cuando, en realidad, Europa aplaude una política que frena nuestro desarrollo y nos lleva a un fracaso histórico de imprevisibles consecuencias. Alaban todo lo que nos reduce a la condición de siervos de multinacionales económicas, e internacionales políticas. Se aplauden nuestras seculares tendencias a la división. Hay, además, el enfrentamiento con unas naciones realistas que no han olvidado - al contrario que nosotros - nuestras tremendas potencialidades. Es decir que creen en el genio de España más que nosotros.

Cuando Alemania perdió la guerra, alguien decidió que España debía perderla también, aunque no hubiera participado en ella. En Yalta se repartieron Alemania y se decidió el bloqueo para España, convertida en “zona de influencia soviética”. El tratado de adhesión al Mercado Común, convertido sin avisos en Unión Europea, puede ser nuestra Yalta particular, con el agravante de haber aceptado el empequeñecimiento impuesto sin habernos defendido. Incluso un presidente, trasladado ex profeso a Nueva York, aceptó nuestra clasificación como nación periférica, de servicios. Sea cierto o no, hemos visto como se desmantelaba toda nuestra industria pesada.

Hay que desengañarse: tenemos enemigos poderosos, activos y metódicos, y eso no indica más que entre ellos y nosotros aún subsisten esenciales diferencias. Enemigos que, tenazmente, nos atacan con los medios políticos, culturales, económicos y militares (la terrorista guerra del norte). Si se molestan en intentar destruirnos o atenuarnos, no me queda más remedio que pensar que deben considerarnos peligrosos en algún sentido, y eso me ilusiona.

Me ilusiona pensar que las frías mentes de la política y de las finanzas opinan que podemos causarles un perjuicio, como, por ejemplo, ser la demostración de que se puede vivir libremente y prosperar sin someterse al liberalismo. Si no pueden temer ni a nuestras armas ni a nuestro poder económico, no me cabe duda de que lo que les preocupa es nuestro espíritu, nuestra capacidad para dar soluciones nuevas al mundo en decadencia y nuestra habilidad para hacer la síntesis trascendente de las culturas agotadas.

Tal vez nuestros enemigos saben algo más que nosotros. También creo saberlo yo: Es justamente en los momentos más críticos cuando se dispara el genio de España. España nace siempre cuando empieza a morir algo y a agostarse en su entorno. Por eso, según las señales que se observan, según el Euro maravilloso que vale lo que una peseta del 65 ó 66, nuestro momento se acerca.

Va a ser una hermosa y esforzadísima aventura. Mientras sepamos que nos quedan adversarios, no hay peligro de ser derrotados.


EL PARTIDO DE ESPAÑA.


El partido político es un clarísimo instrumento de dominación social, la herramienta que una pseudo-clase utiliza para suplantar los intereses de la nación por los suyos propios. Algo en nuestros últimos treinta años viene a demostrarlo: ningún partido ha representado a quien dice representar y de cuyos votos se nutre.

Parece mentira que, a tanta distancia ya de nuestros primeros partidos políticos, la lección no esté todavía aprendida: mientras se hace la política de una determinada clase social, se deja de hacer la política realista de toda la sociedad. Para defender los intereses de grupo hay que abandonar los intereses generales.

Es evidente que España, que la Patria, no es una clase social, pues representa lo que nos es común, no sólo en lo material sino en lo espiritual, aquello en lo que participamos, sea cual sea nuestra condición, mientras que la Clase Social representa lo que es particular y exclusivo de un determinado grupo de individuos. Normalmente su renta.

¿Qué nos es común a todos? Hay que responder cuanto antes a esta pregunta; separar con cuidado lo particular de lo general, lo transitorio de lo permanente, porque de la respuesta se deducirá aquello en lo que podemos ponernos de acuerdo todos, sin más excepción que los que se benefician de nuestra división y los que explotan el fácil afán de justicia que late en todos nosotros.

No debemos ir a deslindar otra nueva opción política, sino a clarificar aquello sobre lo que se podrá asentar cualquier política racional, sensata y efectiva. Que sea una clase social -no importa cuál - la que soporte el peso político de todos, es un mito con el que se engaña a medio mundo; un método que Clinton declararó de fe y que no va a permitir que cambie aunque sean necesarias cien guerras
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La única realidad capaz de soportar sin tambalearse el peso de las decisiones y el impulso para alcanzar el futuro conveniente, es la Patria misma. Y sobre ella hay que edificar; sobre lo que ella es y significa, y nunca sobre ideologías, que siempre son transitorias y están sujetas al envejecimiento y a la muerte. ¿Piensa alguien que Rajoy de verdad cree en el neoliberalismo? ¿Y González o Zapatero en la Social Democracia? Son posiciones demasiado viejas para poder entregarse a ellas.

Hay que insistir en que lo que más somos es lo que compartimos y que lo que se comparte es lo único que se libra del envejecimiento, lo único que prevalece del tiempo, lo más real y duradero de nuestras humanas peripecias.

Hay que hacer ahora mismo la lista de todo lo que nos une y a ello aplicar nuestro ilusionado esfuerzo. Mimar las diferencias que nos separan de las otras naciones y exaltar las igualdades que nos unen a todos dentro de España. Lo contrario - que se viene haciendo hasta ahora - es pretender un imposible.

De todas formas, cuanto más se alejen las posturas políticas de lo que somos en realidad, antes sobrevendrá su fracaso; mejor dicho, ya ha sobrevenido y nuestro actual régimen trabaja en el vacío, sin la carne y la sangre de los españoles. Pero las ideologías no deben ser suplantadas por otras, sino por una formulación clara y precisa de lo que somos. Por el Partido o por el «Entero» de España. Sólo así nos haremos justicia.



NACIONALISMO.


El hombre que se ha preocupado por lo que se ve ojo desnudo y por el espíritu nacional, acostumbra a distinguir con detalle entre el patriotismo y el nacionalismo, pero no es raro, en otros ambientes, oír a españoles de buena voluntad definirse como nacionalistas.

El nacionalismo burgués y material, moribunda herencia del siglo diecinueve y de la decadencia del Romanticismo, eleva la tierra a la categoría de Patria. A la tierra hay que dejarla ser lo que es, y todo intento de sublimarla a nexo, a unión, a razón, a acontecimiento, participa de la majadería del siglo. Este es el nacionalismo falsamente romántico, antiguo como una tribu y estéril como un desierto: y ha prendido en regiones tan españolas como Cataluña, Vascongadas, Galicia y hasta Andalucía.

A nadie se le oculta que para dar a la tierra categoría de nación hay que mentir, y a eso estamos asistiendo: a la deformación de la verdad y de las personas en manos de unas clases políticas que usan ese nacionalismo como excusa para sus fines desintegradores y pueblerinos, haciendo creer a las masas que lo pequeño es más auténtico que lo grande y la división más fructífera que la realidad. Además, ¿cuántas veces se ha oído a Pujol o a Maragall insistir en que el catalán es la lengua propia de Cataluña, siendo que las tierras ni tienen idioma ni pueden usarlo?

Este D. Jordi Pujol, una vez salido del poder y perdida alguna de sus caretas, en una conferencia en la ciudad francesa de Prada, defendió, como transmite EFE, la convivencia entre los catalanes y los inmigrantes pero (textual) «sin necesidad de llegar al mestizaje,» que «será el final de Cataluña.» Explicó luego el remedio: «Hemos de vigilar, porque hay gente que lo quiere { el mestizaje, se entiende}, y ello será el final de Cataluña.» Pidió la gestión exclusiva de la inmigración para la Generalidad de Barcelona e hizo una amenaza velada pero inteligible al advertir de que Cataluña ha hecho un gran esfuerzo de convivencia o de cohesión con los inmigrantes {el único esfuerzo es tratar de enseñarles el catalán y dificultar la vida a los que se expresan en español; con desprecio público y notorio}, mas «podría llegar un momento en que podríamos no estar en condiciones de hacerlo, que se nos rompiera el país.» Bien claro queda el rostro racista de los separatismos y la voluntad despiadada de impedir la integración. Apuestan por la discriminación, por el gueto y la judería. El siguiente paso, dentro de esta carrera de exigencias que no cesan y son cada vez más surrealistas, puede preverse: se impondrán cuotas para el asentamiento en Cataluña de ciudadanos de otras regiones, siempre con la excusa del peligro de perder su presunta identidad. Nadie olvide que desde hace veinte años, en pleno descontrol, este hombre y sus seguidores no cesan de repetir que es una vergüenza que un español pueda hacer su vida sin dificultades y sin problemas en Cataluña hablando sólo español. Una injusticia grave, a su parecer, pero gravísima demostración de cómo se fomenta, desde ciertos poderes, el odio a España.

Las zonas con sectarismo regional se perciben porque sus medios de información no dejan nunca de llamar «españolista» al que dice España y no “Estado Central”, dejando la referencia a la altura de “catalanista” o “vasquista”.

Más importa saber si existen «españolistas», si se puede ser españolista como concepto “nacionalista” idéntico a esos otros “ismos” centrífugos. Y es cierto que España a veces parece que intente escapar de sí, separarse de ella, centrifugarse cansada de ser unidad de lo que sucede. ¿Pero hay un nacionalismo español? ¿Una posición, respecto a España, semejante a la que algunos tienen respecto a Vascongadas o Cataluña, hija del idealismo alemán y convencida de que los pueblos tienen alma colectiva nacida de la igualdad de raza y de tierra? O sea, lo que se llama “carácter nacional” y que simplificamos cuando hablamos de que los franceses son tal, lo ingleses cual, los aragoneses, los catalanes. No existe eso. Sólo hay costumbres distintas en parte.

Si se observan los separatismos, se comprueba que son un asunto recurrente y muy español. Ya antes de la aparición del nacionalismo como idea andaban lo catalanes –algunos, pero poderosos- buscando las vueltas al Conde Duque de Olivares y a Felipe V. Con la ruina de 1808, los prominentes de Barcelona, pidieron que Cataluña fuera incorporada al Imperio como provincia francesa y no como parte del reino de España anexionado. Esto no pasó en Vascongadas hasta que las guerras carlistas abrieron brecha por la que entró Sabino Arana, que aprendió nacionalismo racial en Barcelona y a la que convenía extender sus planteamientos. En este sentido, el separatismo vasco es copia extremosa del catalán.

Si se mira hacia ellos se comprueba que los “ismos” son un sufijo que en sus casos significa querer y no poder. Una contradicción: de un lado se pretende la individualidad de una región, aunque la región no es un individuo ni sus habitantes iguales. Esto es: una tierra única y diferente, distinta de la comunidad española, donde sus pobladores deberán ser iguales entre sí, dispondrán del “carácter catalán” que se apruebe y pensarán lo mismo, sin desviaciones, de asuntos como nacionalidad, lengua, historia y objetivos de esa comunidad.

Contradicción, pues, y liquidación de libertad, en tanto que el buen catalán (y vasco luego, porque a los vascos el catalanismo los usa como punta de lanza) ha de aceptar las mismas ideas que los demás de su tierra, ideas que él puede no haber pensado, sin posibilidad de un discurrir propio, de ser neutral o de ser crítico. Además, entre las obligaciones, deberá ser racista y xenófobo. Doctrina.

Estas últimas palabras se consideran hoy equivalentes, ambas fortalezas del mal, y se usan por el poder como anatemas: por eso se han escogido aquí: reflejo del pensamiento débil y agachadizo, tópico, que nos cala por repetición. Además con ellas, racismo y xenofobia, se apunta otra “discriminación”, quizá “positiva”: Es malo para todos, pecado de lesa humanidad, ser racistas o xenófobos, menos para los nacionalistas: lo demuestran el respeto con que se les trata y las provisiones de fondos con que se les premia. Pocos se atreven a señalar que los separatismos son, a la vez, hijos de una doctrina bárbara por su localismo y de una ambición absoluta de alguna burguesía que quiere más poder para sí: la barcelonesa. Después, la vasca.

Ahora ya se puede repetir la pregunta de antes. ¿Es posible ser españolista? No parece en tanto que España como unidad nunca se ha portado como Cataluña ahora. Es universal antes que regional; no hace de su lengua arma política o justificación de rencor y racismo; es matriz de naciones y no teme mestizajes. Tampoco es partidaria de la uniformidad y ahí está, como prueba, la existencia de grupos que quieren ser distintos a cualquier precio, fieles hijos bastardos del individualismo español, que es otra cosa. Quizá personalismo.

Todo se hace con olvido de las dos características principales de nuestro ser: la Unidad, por la que luchamos durante siglos, y la Independencia, que tanta sangre y esfuerzos nos costó. Ambas son inseparables y no habrá independencia sin unidad, ni unidad sin independencia.

Algunos gobiernos -como tantos señalaron certeramente- equivalen a una invasión extranjera. Hoy es invasión cualquier ideología que encarnen los partidos políticos encuadrados en internacionales, pero mucho más aún los gobiernos autonómicos sea el que sea su color. Mientras se nos divide se nos arrebata la independencia y se nos condena a empezar de nuevo una larguísima historia.

Nuestra unidad jamás fue un capricho ni una coincidencia, sino una necesidad clarísima de la que dependió, en su día, nuestro crecimiento, y de la que hoy depende nuestra supervivencia.

El partido, la clase social, el visionario que niegue tal evidencia, es un invasor de nuestra libertad: su raptor, y un clarísimo enredador de nuestra convivencia.

Las autonomías políticas, automanías que existen sin un previo mandato específico de la constitución (son una posibilidad contemplada en ella, textual «podrán»), no son ya un error sino algo muchísimo más grave: la destrucción de la única herramienta de que disponemos para construirnos un futuro y realizarnos como individuos y como pueblos, como cultura e historia, asumiendo libremente el mundo que nos ha tocado. Pero, como eso no lo puede admitir el Poder General, ahí está la caída absoluta de la educación. Nos prefieren sin raíces.



MISIÓN.

No es exclusivamente cierto que España sea diferente. Todas las naciones, en tanto que Patrias, lo son y si alguna fracasa en la creación y mantenimiento de sus diferencias, deja de ser Patria en el acto.

Tampoco es cierto que en España existan varias culturas, esa palabra que sirve incluso para el fútbol y que es la excusa del Estado de las Autonomías. La Cultura Española, se escriba o se hable en español, catalán, gallego, vascuence u otra lengua, es una sola, nacida de la historia común, de las costumbres compartidas, de la fe única e inalterable y del conjunto de problemas y de preguntas que a todos afectan por igual. El idioma, con ser importante, no define a una cultura, sino lo que con él se expresa desde la generalidad de los que lo usan. La existencia de una sola cultura se demuestra, ad absurdum, por la intensidad con que los medios de información insisten en la «sociedad pluricultural»: saben muy bien que una sociedad equivale a una cultura propia de ella, como saben que múltiples culturas generan múltiples sociedades, o sea, el viejo y añoso separatismo de siempre, con el refuerzo de la llamada «globalización.»

Aunque los argumentos de autoridad no hacen verdad un razonamiento, no es malo citar a publicistas que coinciden, hoy, con lo que este «Hablar de España» viene señalando desde la primera mitad de los años ochenta: se toman unas líneas de D. Luis Ignacio Parada, en un ABC de finales de agosto del 2004: «Sabemos que la globalización se caracteriza porque el poder financiero dispone de más recursos que los gobiernos, los parlamentos y los magistrados para localizar industrias, crear empleo o manipular los mercados de materias primas, valores y divisas. Y que hoy las políticas económicas europeas dependen de un solo banco central cuyas decisiones sobre tipos de interés y topes de inflación dependen... de lo que decidan hacer o dejar de hacer dos centenares de multinacionales.» Hay empresas que gobiernan sobre los gobiernos, y no son precisamente ni democráticas ni defensoras de los “derechos humanos.” Cuanto más puedan ellas, menos independientes y libres nosotros y, como se ha dicho más arriba, sometidos a una primera ley de la que acaban dependiendo todas: La del Máximo Beneficio.

Hay en España un claro resurgir de las características diferenciales, muchas veces inventadas. Algunos tratan de usarlas para dividir a las regiones, pero los hombres libres que sigan este camino, acabarán por descubrir - buscando las diferencias con las otras gentes españolas - el amplio mundo que compartimos.

La situación actual de España, por peligrosa, es prometedora. Están fracasando entre nosotros, de nuevo, los viejos sistemas importados, los nacionalismos románticos y los partidos políticos, constituidos en «aparatos internacionales». Si el único cauce de participación política, el partido, no tiene gran militancia en España, , quiere decir que los españoles, en masa, no usamos los únicos cauces de participación política y nos mantenemos al margen de la democracia liberal. ¿Por qué? Porque no responden a las auténticas necesidades de representación. La democracia partidista aquí no funciona ni ha funcionado jamás y esta afirmación no es fruto de ninguna especulación teórica: si los partidos no tienen hombres, es que los hombres no van por donde quieren los partidos. Quien más quien menos sabe que, como el DNI, que es personal e intransferible, ni la memoria, ni la Voluntad, ni el entendimiento de uno puede ser representado por otro.

El fracaso continuado y espectacular de los mecanismos de representación del sistema, enfrenta, velis nolis, al español con la necesidad de encontrar un cauce real para sus inquietudes. Y sabe, además, que si los partidos no contaran con sus amplísimas subvenciones y la televisión-propaganda, desaparecerían en un día. Por eso afirmo que este momento es prometedor y que de él saldrá el futuro. Nuestra misión es proponer caminos y, antes aún, abonar el nacimiento de un movimiento hacia España, que ya existe en su mayor parte, con la extensión de esta premisa básica: España necesita soluciones españolas para sus problemas españoles, y la única forma de encontrarlas es meditando, averiguando qué es España y para lo que sirve.

Cara al futuro, los españoles que hablamos de España no somos, como algunos creen, cual esos «independientes» que van en listas electorales. Ni siquiera significamos la única postura política posible, porque no tampoco somos -un criterio español no puede serlo - una posibilidad. Somos más que eso: necesarios.

Son el tiempo, la situación, el fracaso y la decepción los que, a la fuerza, nos obligan a enfrentarnos con el futuro en la absoluta seguridad de que España necesita transcurrir sobre su propio cauce, dar respuestas antes que recibirlas, y aportar a la comunidad de las naciones sus hallazgos y sus planteamientos. Volver a ser independientes en el momento en que el mundo todo está dejando de serlo. España debe crecer para no morir, y sólo puede hacerlo en una dirección: hacia el espíritu, hacia la inteligencia; hacia la cultura. Es decir, hacia arriba
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Es la misión de este librito: explicar lo necesaria que es España para todos. Recordar al lector que nuestra Patria no es sólo una palabra hermosa, sino una perfecta - y mal usada- herramienta para la convivencia, y que España, lejos de ser un enigma histórico, es un olvido histórico del que todos somos responsables. Pero la historia misma se ha encargado de volvernos a poner contra la pared y todo está muy claro: o descubrimos y reconocemos a través de instituciones cuáles son nuestras características diferenciales, o dejaremos de ser una Patria. Como esto último es un imposible, siendo España matriz de pueblos, se hace inevitable que recuperemos y alentemos ilusionadamente, apasionadamente, nuestra identidad.

Por eso España, el Ser de España, será previo a cualquier otra meditación política. Sólo se puede influir sobre la realidad conociéndola. Sólo llegaremos a una plenitud social cuando sepamos por qué somos así y hacia dónde nos lleva el empujón de los siglos
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Desde España, resuelta nuestra identidad, daremos respuesta española a la injusticia del liberalismo y al proceso de invasión mundial. Daremos respuesta española a la representación política y, ¿cómo no?, a la distribución de la riqueza: no sólo económica sino cultural. De modo que cada español reciba por fin la herencia de estos dos mil años llenos de vida, empresas y pensamientos

He aquí la clave: recuperar la libertad de ser y de manifestarnos como somos. Otra cosa será siempre artificial. Otra cosa sólo nos conducirá, de nuevo, al fracaso., a no salir de esta frustración histórica, de este miedo a ser, que acaba enfrentándonos con nosotros.


CONTRA UTOPÍAS


Sólo un momento más arriba se ha dicho que el trabajo previo a cualquier otro es la meditación sobre el Ser de España. Ya se verá por qué algo más abajo.

Dios nos aleje de la profecía. Queda dicho que España tiene una inercia fortísima y un cauce: transita, se mueve, pero no es fácil advertir adónde va. Puede encontrar un congosto y llenarse de turbiones, o una llanura y hacer pereza serpenteando en meandros. Pero lo seguro es que no vamos a Utopía y cuidado con quienes nos la ofrezcan como destino, con quienes –de cualquier color- insistan en hacer el Paraíso en la tierra.

Queda larga singladura, que será mejor si se impone el antiguo realismo hispánico, tan poco consonante con sistemas casi universales que ofrecen ese paraíso en la tierra y el fin de la historia: un cómodo y dormido mundo quieto.

Será mejor si no olvidamos que el hombre soporta un pecado original verdadero, que luego se dirá; si conseguimos más democracia, o sea, que todos podamos influir mejor en el rumbo y la convivencia: en España, como tanto se ha repetido, no hay demócratas: nunca los hubo; tampoco en la Atenas de Pericles. Hubo y hay ropajes y gran cháchara democrática, pero los poderes en el mundo sólo han estado en unos pocos hombres y en unos muchos dineros. La democracia que necesitamos es la única que no existió: la que no sea totalitaria.

Déjenme los inquisidores pecar un poco: la democracia con apellidos (ateniense, liberal, popular...) es totalitaria. Invade todas las esferas, desde la aldea a la capital, desde el periódico a la película, desde el deporte a la cultura, desde lo que se puede pensar a lo que se debe discurrir. Un sistema total e imperfecto, que sabe todo de cualquiera y que abarca lo íntimo del pensamiento, lo privado del hogar, la religión, la verdad permitida o los espectáculos y los versos.

Si lo que se nos suele proponer –desde hace más de dos siglos-, si las ideas dominantes fueran ciertas y efectivas, ya estaríamos en la utopía que unos y otros nos venden, y seríamos felices y tan benéficos como nos quería La Pepa. Cualquier grupo de promesas clásico (grupos llamados Partidos hoy y puro escaparatismo) ha tenido tiempo sobrado para hacer un mundo mejor o, como prometía Zapatero, plagiando, una España mejor. Más justo primero y, luego, más libre.

No ha sido así pero han conseguido que creamos en esos métodos aún sabiendo que no han dado resultado en doscientos años: ni paz ni espíritus abiertos ni ausencia de explotación ni metas compartidas, o sea, sin alcanzar todo aquello que es urgente y que tan prometido queda cada poco.

Hay que mirar fríamente y decidir si la democracia –aquí, en USA, en Francia- no es otro sistema totalitario al servicio del Estado, rector de la vida privada tanto como de la pública, última instancia de lo que es moral o no, y creadora de una sutil censura: la que empieza con la construcción de muros en el centro del pensamiento individual y la destrucción de lo pasado: la gloria del olvido. Con suavidad, cambiando de estilo y de discurso, nuestro mundo conserva los ergástulos que prohibió Caracalla. Por eso se insiste: el mundo injusto necesita más democracia.

Demuéstrese. Sí. Por síntomas: las aguas potables, pese a la depuración, contienen estrógenos, atribuidos al consumo masivo de «la píldora.» También llevan, en creciente, «Prozac», el fármaco de la felicidad química, o sea, un antidepresivo. Todos los billetes tienen rastros de cocaína. ¿No parece que el hombre, como nación, huye en masa del mundo y se refugia en químicas? O en el viejo remedio de las edades: coitar que, por un momento, entontece, y entontecer alivia. En cualquier caso, como dijo Camús, seguimos donde siempre: «el hombre muere y no es feliz.» No dijo, y hay que hacerlo, que la felicidad es una virtud, no una meta general ni un derecho. Cosa del alma.

Se resume: Hace falta más democracia, o sea, más libertad, y este es el problema central de la humanidad toda: que no puede, de ningún modo, ser libre: no está ni diseñada ni construida para ello. Vale la pena irnos haciendo a la idea de que no seremos libres nunca y de que lo único que podremos lograr –con esfuerzos- consistirá en ser menos esclavos. Por el contrario las Patrias, que no son hombres sino conclusiones al servicio del hombre, sí pueden ser libres, o sea, independientes de todo aquello que no sean ellas. Pongámoslo en moderno: si a la Patria le va bien, me irá bien a mí. Todo lo contrario de lo que dice el liberalismo general desde el Siglo XVIII: «Si me va bien a mí, le irá bien a la Patria.»

¿Pero por qué no podemos ser libres? ¿Por qué afirmar que nos es imposible? Más arriba se prometió explicar el verdadero pecado original que soportamos. No es un vicio que se aprenda o se transmita; no es un asunto de estructura social. Es que el hombre solo no existe ni ha existido ni puede vivir. El descubrimiento ya figura en el Génesis, atribuido a Dios Padre: «No es bueno que el hombre esté solo.». El hombre es un ser social que para vivir necesita compañía. No sólo con fines prácticos como defenderse o trabajar, sino para hablar, para desarrollar su inteligencia. La compañía y la comunicación son también una necesidad del alma. Sin habla no hay hombre.

Los seres sociales estamos obligados a vivir juntos. Obligados. Así pues, este sería el momento de sacar la vieja sociología y hablar de hormigas, abejas y termitas, insectos sociales aunque no sociables que viven en tiranías llamadas hormigueros, colmenas y termiteros, dedicados al trabajo incesante por la comunidad. Y a la guerra.

Hay otros mamíferos sociales en un estado de miedo permanente que se llama rebaño: Cebras, ñúes, gacelas, elefantes, gorilas, chimpancés. También hay sociedades de carnívoros: Leones, lobos, licaones, hienas, todas con normas muy rígidas. La lista es mucho más larga, pero conviene ver bien un hecho que se da en todo esos grupos: el macho dominante o la hembra dominante (elefantes, leones) o, dicho con barbarismo al pelo, el jefe. El más viejo principio de autoridad, que no recae en el más fuerte sino en el más fuerte e inteligente. Un don.

Cumplido con la sociología vieja, con Darwin y Compte, ya es hora de mirar hacia atrás de veras, al más viejo hombre que podamos imaginar y advertir que no habría jefes si no hubiera, junto a ellos, la insuperable tendencia la obediencia, que se traduce en la necesidad de decir “sí” y en la dificultad para decir “no”. La sociedad siempre fue posible por la subordinación antes que por el mando. No es tópico el dicho de que para saber mandar hay que saber obedecer.

Ante la imposibilidad humana de alcanzar la libertad que sueña, ni siquiera un sucedáneo satisfactorio, podemos conformarnos, pero las ansias de libertad también están arraigadas, condicionamientos culturales seguramente relacionadas con ser nosotros seres territoriales. A menudo cuando se nos dice libertad entendemos independencia.

Las ansias de libertad, también, son propias de quienes pasan sus vidas aguardando las decisiones de los demás que, por diferentes cauces –consagrados o no- van llegando a los escalones sucesivos del mando social. Hoy las máximas jerarquías de una nación también sienten esas ansias, tampoco se consideran libres y bien vemos que no lo son en realidad, que trabajan por delegación.

Podemos, en efecto, conformarnos: que nuestra falta de capacidad para ser libres siga sin respuesta. Pero también es posible crear una Patria libre, no sujeta a nuestras debilidades sino a nuestras virtudes: una institución que sea lo que nosotros no podemos: libre, independiente, soberana y transparente, donde al menos se realice aquella definición romana del hombre libre: Saber cuanto nos concierne, cuanto nos afecta.

En lo que se dice no interesa la política sino por qué la política: variados sistemas con que ordenar una sociedad para el mejor uso y desarrollo de las personas. O sea, jerarquizarla; se vaya por donde se vaya siempre se llega a la jerarquía: Quién manda, por qué manda, cómo y para qué; y quién obedece, por qué obedece, cómo y para qué.

A eso hay que añadir el valor altísimo de los medios para mandar, la coerción, la información saturada, el miedo que la propia sociedad da a la persona y el que da la propia autoridad al jefe. Salvo que el hombre que manda (como sería el caso de los psicópatas) carezca de capacidad de remordimiento.

Haga una prueba fácil: si usted, desde su trabajo, desde su ocio, dijera o difundiera entre su vecindario las mismas cosas tópicas, las mismas explicaciones de ideas que dijeron y difundieron Suárez, González, Aznar y Zapatero, ¿su cercana sociedad le admiraría o le rehuiría, considerándole un inadaptado, un paranoico o un sectario? ¿Qué pensaría usted mismo de un vecino que se desplazara siempre con más de un centenar de guardias de seguridad y que permitiera espiar a todos por sistema? La pregunta es importante, porque hay quien admiraría ese «símbolo externo» de poder, quien lo temería y respetaría, y algunos, los menos, que se burlarían o que preguntarían por qué

¿Se extrañaría si alguien demostrara que, a través de los medios, le están aplicando propaganda, órdenes subliminares, o sea, por debajo del umbral de percepción, para cambiarle el pensamiento, la forma de interpretar vida y mundo? ¿Le sorprendería que se estuvieran añadiendo antidepresivos, como el Prozac, al agua corriente, al pan industrial o a la leche? ¿O bien estrógenos, que también apaciguan?

El mando que ejercían el pater familias, el jefe de tribu, el rey, el cónsul, el «estrategós autokrátor», cargo de Pericles, era personal. Cambiaba con la desaparición de la persona. El mando de hoy sigue aparentemente igual, aunque los poderosos visibles cambien: parece lograda la vieja aspiración de todo poder: Perpetuarse. Para ello tiene y usa poderosos medios más el conocimiento exacto de que el hombre necesita conformarse para vivir, o sea, tomar la forma del mundo que le dan y de los cambios a que éste le obliga.

Si yo era yo hace treinta años, o veinte, en aquel mundo en el que bien o mal me integraba, ¿soy yo, el mismo yo, en este mundo actual que tanto ha cambiado y, en ocasiones, tanto ha prosperado? No puedo ser el mismo porque debo comportarme de un modo distinto. Siempre pasó esto, pero no con tanta prisa: una velocidad excluyente que deja atrás a muchos: en la marginación, en la delincuencia, en la psiquiatría y el desconsuelo.

No es raro que, cruzadas las barreras del tiempo hasta hoy, los mundos de Alfonso XII, de Alfonso XIII, de D. Niceto Alcalá Zamora y de D. Manuel Azaña, de Franco, se nos aparezcan pobres, inquietos, limitados, oscuros, difíciles de comprender, poco libres y no poco injustos. Hasta el mundo de Suárez y su transición está ya lejano, inútil. Vivimos mejor con esa felicidad de consumo, de piso y coche, ordenador y aire acondicionado. Desde dentro de este mundo actual no es tan sencillo percibir sus deficiencias, pero es seguro que dentro de unos lustros esto de ahora también se vea pobre, inquieto, limitado, poco libre e injusto: sometido, como los anteriores, a lo que parece infinito peso del poder sobre la persona. Porque el hombre no cambia: cree en unas cosas o en otras, pero cree poco y durante poco en conjunto; es fácil de engañar y de corromper, aunque mantiene el mismo dispositivo espiritual que hizo gestas y villanías, elevados versos y blasfemias.

Apenas queda un hilo conductor entre el yo que fuimos y el que somos: por eso nada se asienta ni se consolida: no se nos da tiempo para conocer, por lo que no se nos da capacidad para recordar, o sea, para ser leales a algo. El hombre actual ha sido dejado a merced de las circunstancias, apoyándose –por ser sociales- en una de las más útiles señales de inteligencia, que es la capacidad de adaptación al medio. ¿Y cuál es el medio del hombre? El que ha sido siempre: el hombre mismo. Por eso, siempre también, ha habido y habrá tiranías. Las de hoy, corporativas, verdaderas sociedades anónimas que se compran y se venden acciones del universo.

Sin percibirlo a veces, se nos cambia de sentido y de dirección. La que llaman «presión mediática», tan cara, sirve para crear opinión y para cambiarla, pero tiene un efecto secundario: acelera la desmemoria y hace que muchos, aun los que menos se quebrantan, sientan el riesgo de ser excluidos de la sociedad. No debe olvidarse nunca el carácter social y territorial del hombre: es tan poderoso que ha generado castigos como el aislamiento y el exilio. Piénsese en el miedo a la soledad del niño y en el miedo de tantos a la oscuridad, que también es soledad. .

Frente a esos riesgos el humano se adapta a lo que hay, aunque sea tiranía: a fin de cuentas no ha existido un solo instante sin ella en la Historia Universal. Alguna original y alguna clásica, pero de la misma raíz coercitiva.

Un ejemplo, leído en un periódico comarcal. Una mujer (V.F.), de la generación anterior a la del autor, educada en colegio religioso durante la España del nacional catolicismo y de la opresión franquista, conservadora o de derechas confesa, escribía en un artículo una visión de la felicidad perfectamente ajustada a la época. De la felicidad ya se ha dicho aquí que es virtud personal y no derecho. Pero véase la felicidad propagada por los medios, tan uniforme:

«Por ejemplo: Si usted pertenece a la clase media, o es funcionario público, o ejerce una profesión liberal, o es dueño de un establecimiento comercial [observe cómo separa la clase media de otras actividades que son de la clase media] y tiene dos hijos, podrá darles estudios superiores, subvencionarles cursos de inglés en el extranjero y pagarles la entrada de un piso de dos habitaciones, salón comedor y cocina. Es decir, les facilita el ser felices de mayores.» Hasta aquí basta para aquilatar qué se entiende por felicidad de momento.

Las ideas comunes del tiempo son rudimentarias y la buena gente no quiere a veces profundizar en ellas o significarse pensando lo que no tiene el sostén de los medios, o sea, practicando algo distinto de la opinión pública. Se aceptan teorías sin demostración como verdades probadas y se rechazan postulados bien probados confundiéndolos con errores históricos o dando por buena la débil idea materialista de que las verdades no lo son fuera del tiempo en que se descubrieron o establecieron. Un relativismo que ha gustado mucho a lo progresismos de los Siglos XVIII, XIX y XX, que siempre dan por probada la Teoría de la Relatividad General, que no lo está. O el Evolucionismo, tal cual se enseña, que sigue como hipótesis.

La visión de la vida que contienen esas ideas ya establecidas es elemental y pobre, pero parece calar. Haga la prueba con cualquier sección de «cartas al director»: suelen apoyarse en los tópicos aceptables y en la moda del “pensamiento débil. En un sola página, sin escarbar a conciencia, se han encontrado los tópicos más comunes: «¡Nos encontramos a pocos minutos de que los nacionalistas nieguen la teoría evolucionista de Darwin!» «La política, entendida como el gobierno de las ciudades, ha sido la actividad social que más quebraderos de cabeza ha traído al hombre. Junto a la religión, la mayor causa de guerras a lo largo de la historia.» «Tan sólo los simios consideran la llegada a su territorio por parte de otras especies de simios como una afrenta contra su nacionalidad.» [Ni darse cuenta de que los inmigrantes no son de otra especie.]. Una señora, que pretende que recaba respeto para las ideas religiosas y que trata de inducir al gobierno a que gobierne, empieza así su carta al director: «Las bases de la democracia son la libertad y la igualdad de los hombres.» Como católica debiera distinguir entre igualdad de género (pero con almas creadas ex novo para cada persona), entre igualdad ante la ley y la «Egalité» francesa, que es la que hoy nos abruma desde los medios. No se sigue la recolección. ¿Para qué?


Esta sección equivale a resumen. «Hablar de España» se publicó por primera vez en los “Ochenta,” pero cada poco es actualizada: se limpia de lo que no responde a la realidad actual ni a la previsible, se repasa el estilo y se añaden las nuevas circunstancias. Gracias a esto se pudo citar un artículo de D. José Jiménez Lozano, aparecido en agosto del 2004, en la Tercera de ABC, con el título de «Reservas de Mundo». El autor de Hablar de España se acoge a la clara exposición de sus ideas y a la coincidencia de ver, a la vez que este maestro, el camino que nos arrastra al totalitarismo. He aquí la cita, que conviene leer con atención para conseguir esquivar la otra cita: con la tiranía:

«En la vieja cultura, la palabra trataba de nombrar la realidad, pero las palabras son ahora elaborados ladrillos de Babel para negarla, y que todo el mundo abra la boca del mismo modo y tenga los mismos pensares, y así se construya una pantalla para ocultar lo real, que es lo primero que han hecho, y siguen haciendo las miserables políticas totalitarias de nuestro tiempo, con la gramática correcta que imponen siempre, y con su lírico estribillo de la felicidad para todos en la mano.»

«¿Hasta aquí han descendido la historia, y hasta aquí hemos llegado en ella? Pero la historia no asciende ni desciende, sino que en cada momento se decide con la razón y el sentido de lo justo, o, con dislates y retóricas, como granja de felicidad para estabular al mundo. Y cada día más científicamente, con las razones instrumentales que convengan, que no son la razón, y siempre producen monstruos. Porque de la razón sabemos que habla siempre en voz muy baja y precisa del silencio y el pensar, mientras que la locura congrega multitudes.»

«Tal es la naturaleza humana, y sería estúpido esperar que en adelante vayan a ser diferentes las cosas. Lo inquietante es que, en el pasado, como vengo diciendo, esas reservas existieron, y saber y hermosura acompañaron a los hombres y les preservaron en su humanidad, pese a todo. .Fueron admiradas por ello durante muchas generaciones, que se esforzaron en emularlas, y se medían a sí mismas por el esfuerzo de esta emulación. La novedad está en que esa admiración se ha tornado repudio y desprecio e irrisión, y todos estamos en manos de simplificadores con un omnímodo poder para extraernos nuestro yo y sustituirlo por una caja de. resonancia del suyo; y éste, como el viejo Bertrand Russell afirmaba, es muy capaz de hacernos creer perfectamente que un pollo se asa en la nevera, y un helado se hace en el horno. Y hay demasiadas gentes ya, agradecidas a quienes les dicen que la confusa historia del hombre puede tornarse clara y sencilla con la aplicación de unas cuantas teorías económicas, y que sólo requieren una simple ideología para sentir que han ampliado sus mentes. Así que ante tal hambre colectiva de simplificación, se puede adivinar qué clase de sociedad totalitaria va a desarrollarse, se inquieta Stephen Vicinczey. Porque se desarrollarán, inexorablemente, si seguimos componiendo nuestras vidas con eslóganes y palabras vacías, constructos abstractos, y una gramática encanallada en la que nos repitiéramos que todo es para nuestro bien. Esto es, ya sin reservas a las que retirarnos a vivir.»

JOSÉ JIMÉNEZ LOZANO
Escritor

O sea: la naturaleza humana. Y es esa naturaleza, la falta de observación de la propia, la que permite que el hombre crea que puede hacer lo que no está en ella: Ser libre, por ejemplo. Ser feliz. Ser justo. Ser independiente... Puesto que hay que obedecer o crear una sociedad distinta bastante difícil, ya quisiera el autor estar subordinado a un buen jefe.

NO HAY PENSAMIENTO AUTOMÁTICO.

Saber que España es el principio de atribución de nuestras relaciones con el mundo; que la libertad deseable no es posible por nuestra estructura de seres sociales, que no podemos forzarla salvo que participemos de la libertad que se consiga para la comunidad, o sea, para la Patria, saber todo esto no servirá de nada sin mantenernos vigilantes. Lo que percibimos es la mayor parte de lo que somos, pero no solemos saber cómo interpretamos el mundo sensible ni las posibilidades exactas de eludir una percepción objetiva: si ella es engañada nada posterior, el pensamiento, será cierto.

La idea de un pensamiento que se piense a sí mismo es constante en la Edad Contemporánea. O sea, la cosa de la dialéctica, que unas veces tiró hacia el monte de la Idea Evolutiva y, otras, hacia el de la materia conformista. Tampoco se puede olvidar esa utopía budista de conseguir el vacío mental, llamado meditación trascendental, del que se supone que saldrán pensamientos acabados y percepciones superiores.

Entiéndase que hablamos de Pensamiento Cierto. Nada nuevo bajo el sol, porque en la lógica griega, en nuestros cimientos, hay un brillante intento de pensar claro usando una mecánica, ya silogismo, sorites o dilema. Se diría que la fascinación consiste en pensar sin esfuerzo, en pensar como no pensando.

Aunque parece que nuestra configuración de serie no apunta en esa dirección y hay pruebas de que tendemos a lo contrario: a pensar sin necesidad, a mejorar por cuenta propia la percepción de cualquier cosa. La psicología de la buena forma, la Gestalt, nos enseña cómo la mente completa la percepción y la discrimina de modo automático: vemos una circunferencia completa al contemplar una serie de segmentos circulares separados; en dos perfiles enfrentados observamos un cáliz; la misma línea nos parece más o menos larga si está rematada con “<” o con “>”, como percibimos convergentes o divergentes dos paralelas con tachaduras determinadas: “///” y “\\\”. Todo esto y mucho más es ya clásico.

Queda más: los animales no cuentan de un vistazo más de uno. Nosotros, de un golpe, percibimos hasta tres sin sumar aritméticamente. Pero si los objetos están ordenados, como los puntos de los dados por ejemplo, de una ojeada podemos saber si hay seis, diez o doce. O sea, a nuestra inteligencia le va el orden. Necesita un orden para rendir más y mejor.

¿Sólo en la percepción? Ver e interpretar es asunto de orden y de memoria. Por ejemplo, no leemos todas las letras de una palabra; normalmente nos basta con la primera y la última para saber que significa la voz: percibimos la matriz de una palabra escrita, o sea, un todo y no un conjunto de signos: nuestra mente se anticipa a la percepción por partes y salta directamente al total: lo completa como hace con esa falsa circunferencia formada por segmentos circulares. «¿Etsá calro?»

Parece probado que usamos el mismo mecanismo con los sonidos. Incluso llegamos a oír con anticipación la nota siguiente de una pieza que ya recordamos a la vez que la asociamos con una emoción anterior.

Entonces, ¿qué pasa con el pensamiento, con la descripción de una idea? No está demostrado aún, salvo si razonamos por analogía: ¿Completamos también el pensamiento, es decir, pensamos más de lo que se nos comunica? Saberlo es de extrema importancia en un mundo conducido casi absolutamente por la información y, peor aún, por la información articulada en empresa, o sea, con fines comerciales, económicos: poder. Saberlo puede ayudar a mantener la independencia de cada persona y a transmitir conceptos y noticias honrados. Una noticia honrada será una noticia verdadera o no fabricada.

La tendencia –cada vez más publicada- es la de atribuir el pensamiento a la química cerebral, a los transmisores neurológicos. La idea, nos dirán en breve, es una larga cadena de proteínas. Verdad o mentira esto, es probable que algunos laboratorios trabajen ya en complejas fórmulas que inserten en la mente una o varias ideas dominantes. Lo harán si pueden, al margen de cualquier moral. De hecho, aunque con ratas que sepamos, ya se ha demostrado que un extracto del cerebro de un cobaya entrenado, da al receptor ese entrenamiento que no ha recibido: no otra cosa sabían los cromañones y los caníbales en general, cuando sorbían los sesos de sus enemigos más fieros: se apoderaban de su alma, o sea, de parte de los méritos de sus adversarios. Día llegará en que habrá inyecciones o transfusiones para fabricar médicos, fontaneros o abogados. A eso, al menos, se dirigen.

La conclusión es sencilla: la libertad o la justicia (al menos su percepción) corren peligro de ser un medicamento: también ayer la clonación parecía ser un asunto de las novelas de ficción futurista. De ahí la importancia (para nosotros pero también para esos presuntos laboratorios) de fijar cómo pensamos sin más química que la natural y si nuestra naturaleza contiene una mecánica para completar las ideas, para pensar más en lugar de entregarse al mito tozudo del pensamiento que se piensa a sí mismo.

No asombra imaginar que podrán añadir médicamente conocimientos u olvidos, ideas variadas: también ahora lo hacen pero con procedimientos más caros: a todos nos insertan los conceptos dominantes de la época, consideraciones y creencias que no son naturalmente nuestras. El asunto de esta meditación es si podrán cambiar lo básico del hombre: no el contenido de su memoria sino el modo en que percibe su mundo y usa esa percepción.

El Gran Juego –por bautizarlo con el mejor Kipling- es hacer inaccesible la verdad, pero el hombre tiene capacidad, al menos, para hacerse inasequible a una notable cantidad de falsedades: establecer un colchón entre los medios de una información que es negocio y la credulidad natural o sea, el instinto de aprendizaje. Ese colchón no es otro que el uso claro de nuestra percepción natural: que el pensamiento complete la idea implantada hasta llevarla a un última realidad. La verdad, con Hegel, es la realidad –por ejemplo- y, como la mentira es bien real, un hombre normal puede percibir la conclusión lógica de tal elucubración: la verdad contiene la mentira y eso rechina en cualquier mente sana. A menos que sí, que sea literalmente cierto y la verdad actual sea mentira, de donde se deduce que, al menos desde Hegel, la verdad, o sea la realidad, ha sido sustituida por un sucedáneo marcadamente interesado, muy útil para el poder y los negocios.

Pero todo lo anterior es trabajoso: ya se sabe que para tener dinero hay que pensar en él durante la mayor parte del tiempo. Para tener verdad hay que pensar en ella todo el tiempo.



DESPEDIDA Y AVISO.

Cualquier sociedad mecánica, dictada por la costumbre, por lo gregario, por el tirón de la aldea, tiende a despertar y a reconocerse; es decir, a saberse ella, especial y única. Ese reconocerse garantiza quasi eternidad. Entre la España de San Isidoro y la de hoy vamos a encontrar muy pocas cosas comunes ni en la economía ni en la técnica ni en la lengua ni en las ciudades y campos. Ni siquiera en la forma de vivir la religión o de considerar lo justo. Pero ambas son España, porque se reconocen, se saben «eso» peculiar y único.

Cuando Pedro II, rey de Aragón, padre de Jaime I el Conquistador, se adentra con mínima guardia en Francia para acudir al desafío a muerte que había lanzado contra el rey francés, y comprueba que el gabacho no se ha presentado, da la orden de regresar a sus estados, con un comentario sencillo: «El honor de España ha quedado a salvo». No habla de Aragón ni de Cataluña sino de España, que no existía como unidad política. Pero se reconocía, se sabía.

Ese despertar primero que se vuelve vigilia permanente, saber qué somos y de donde venimos, provoca místicas: poner los ojos arriba, perseguir lo eterno, creer en la trascendencia del hombre, abrirse a Dios, o sea, a la verdad y lo eterno. Todas las generaciones españolas han dado palabras específicas para la idea de nuestra trascendencia y todas han intentado comprender su misión. Y explicarla.

Esa perseverancia en la trascendencia y en abrirse a Dios, que es voluntad de ser libres ya en lo áspero ya en lo suave, es lo común entre la España de San Isidoro y la nuestra, el hilo tenue que garantiza que somos la misma Patria. Si ese hilo se corta, la próxima España no será ya la permanente: ha resistido las transformaciones de dos mil años, pero ha guardado la esencia, aquello que nos anima. Hoy parece que se intenta que los cambios lleguen también a eso, que España no se reconozca en su espejo y se haga réplica de un mundo homologado, de un orbe normalizado, o sea, sometido a norma ajena.

Conviene resaltar que en nuestra esencia hay un afán de eternidad que contiene, además, la esperanza. A veces desgarrada esperanza. Santa Teresa expresa así el afán: «vivo sin vivir en mí, y tan alta vida espero, que muero porque no muero.»

Siempre presente la idea, en la casi actualidad del Siglo XX, García Morente, Américo Castro y muchos otros hablaron del vivir desviviéndose, o sea, «en vivir la vida como si no fuera vida temporal sino eternidad.» * El español ha querido y creído vivir para siempre, tanto el creyente como el renegado, el héroe como el pusilánime. Dado que la vida es eterna, el español se ha desprendido de lo carnal con facilidad porque, como resume el poeta Bernardo López, «no puede esclavo ser pueblo que sabe morir.»

No es el momento de indagar por qué en nuestro universo español siempre andan próximas la muerte y la libertad, aunque a ojo desnudo parece que morir es alcanzar la libertad, llámese Paraíso, llámese sueño eterno. Como también parece que libertad es cosa de honor y no ley positiva: tiene que ver con el orgullo de lo que seas y de lo que somos.

Ya los hispanos que guerreaban contra Roma y contra sí practicaban esto con la «Devotio». Unían la vida a la de su caudillo y juraban no sobrevivirle. Esa atadura que hoy parecería servidumbre (como la de los esclavos encadenados en torno a la tienda de Miramamolín en las Navas de Tolosa), era en cambio una señal de libertad y de confianza. Nada menos que la vida atada a un destino voluntariamente común. Así, ¿qué se puede temer? ¿Un instante de dolor después de tantos instantes?

Los españoles de ahora comprendemos aún estas cosas y sentimos el escalofrío de la eternidad, la seguridad de ser nosotros –cada uno y todos- y de serlo para siempre. No importa gran cosa si esto es falso, si hay eternidad o si es posible percibir por cada cual el momento en que disfrutará el descanso perpetuo, o sea, si tendrá consciencia en la muerte como la tuvo en vida. Se elige entre ser siempre o quedar inerte. Se sabe y se siente como verdad y como impulso. Muerte como liberación; muerte como camino de la libertad buscada. ¿Es buena idea? ¿Es de sentido común? Qué más dará si, en todo caso, es de recto sentido.

Pero la normalización acelerada del universo, ese someterse a una norma para todos, avanza. Avanza desde el Siglo XVIII y desde un pensamiento torcido en que la libertad (que sabemos imposible en tanto que seres sociales) consiste en una ley igual para todos, o sea, en un proceso mecánico, en una concepción legal, en un asunto de derecho que no contiene trascendencia.

El imperio de esta normalización, el actual nombre de la libertad, no tiene nada de libertad para un español ni, seguramente, para ningún hombre. Lo que sí contiene es un ataque a lo esencial de cada Patria, a lo que la hace la misma en todas las edades y circunstancias.

Mirado así, no vale la pena discutir ni guerrear por las formas de organización de España en estado. Todas esas formas son transitorias y deben cambiarse según las necesidades. Todas las liturgias son oropel. Lo único verdaderamente urgente es mantener la esencia, es decir la inmutable unidad del ser.

Por esto y por mucho más estamos obligados a saber el espíritu frío, provechoso, que viene a substituir la mística y la metafísica de las Patrias. Un espíritu terrible que, además de impasible ante el dolor y ante la persona, se cree bendecido por Dios. Se le puede apreciar en esta cita de John D. Rockefeller Jr**:

«El crecimiento de un gran negocio no es más que una forma de supervivencia de los más aptos … Sólo sacrificando a los capullos tempranos que crecen a su alrededor, se consigue la rosa llamada American Beauty, con un esplendor y una fragancia que regocija a quien la contempla. Esto no es ninguna mala tendencia dentro del mundo de los negocios. Se trata simplemente de la acción de las leyes de la naturaleza y de Dios.»

Nótese la concepción del mundo como empresa y el lenguaje doble en la referencia a la rosa Belleza Americana y el sacrificio que requiere: cortar los demás capullos. Frente a esto, en tanto vivamos, la aproximación mejor a la libertad es saber cuanto nos concierne.
Por lo demás, no es mal enemigo el que se descubre. Es fuerte. Se siente seguro. Avisa. Se le puede combatir con dignidad. La lucha es sencilla: entre una libertad que trasciende y una libertad mecánica, que obliga. Qué extraña paradoja la de una libertad que obliga a ser libre de una determinada forma.

Tomado del libro de Eugenio Asensio “la España imaginada de Américo Castro”
** Cita tomada del libro de Peter Singer “Una izquierda darwiniana.”


LOOR DE ESPAÑA.

Desde San Isidoro a Alfonso X se han prodigado los loores de España. Cualquier escritor que se preciara escribía uno. Nos hemos llamado ricos, poderosos, grandes, mimados de Dios y de la fortuna, cuando nuestras tierras, en los últimos siglos no se consideraban ricas, ni fértiles en su mayoría, y nuestra extensión territorial lleva casi cuatro siglos disminuyendo.

¿Escribió en vano Gibbon que para Europa España fue lo que El Perú para nosotros? Nuestros problemas casi eternos no sólo tienen que ver con la posición geoestratégica (algunos creen que también hay un asunto de revancha) sino también porque esos «Loores» son en buena medida ciertos.

Sabemos ahora, buscando en las mínimas informaciones, que tenía razón nuestro godo San Isidoro. Sabemos que entre el 80 y el 90% de todo el oro que usó el Imperio Romano salió de España, donde montaron modernísimos sistemas de extracción (el más notable, en León) mediante agua a presión. Se acaba de confirmar la existencia de una gran bolsa de petróleo en Canarias.

Los satélites que descubren y exploran las riquezas naturales, americanos, han vuelto a los Loores de España. Se ha descubierto una gran veta de oro en la linde que comparten (un punto apenas en el mapa) las provincias de Badajoz, Huelva y Ciudad Real. En Asturias ya explota una compañía americana otra extracción de oro. Rentable, se entiende. Tenemos gambusinos , buscadores de fortuna, en muchos de nuestros ríos, como el Sil, el Miño o el Duero. Hay placeres frecuentados en el Noguera Pallaresa. Disponemos, además, de un mar de petróleo, bajo el Mediterráneo, desde Baleares al sur de Francia, Córcega y Cerdeña: el por qué no se trata de explotar aún, con los precios que corren, es uno más de los misterios de nuestra decadencia, pero es fácil profetizar que lo harán compañías extranjeras, e importa mucho, porque estamos hablando de bastante más petróleo del que pueda haber en Irak, es decir de un superior riesgo de revuelta o guerra organizadas desde intereses distintos a los nuestros.

Es probable que en USA tengan constancia de otros yacimientos aún más valiosos, de modo que el codiciar España no es solamente por su situación estratégica, sino por su riqueza que, si la explotáramos nosotros, nos permitiría volver a ser una Patria respetada y, claro, peligrosa. Concluida la total invasión de nuestra economía, si alguien llega a usar esos recursos serán las compañías extranjeras. Nuestro gobierno, al menos, no se da por enterado de la enormidad de riquezas que nos restan y, atemorizado ante USA y la OTAN, ya sin ejército apenas, y con una deuda del Estado de muchos, muchísimos billones de pesetas, no se atreve a devolvernos al puesto que nos corresponde y prefiere seguir víctima de la usura internacional. Una usura terrible que tiene, por ejemplo, a la mitad de La Argentina en estado de pobreza, con más de un 20% de hombres abocados al hambre, a la desnutrición. Una de las naciones más ricas del mundo, empobrecida y con hambrientos. ¿Cómo se explica eso? No creo que haga falta saber quienes devoran Las Riquezas del mundo, apoyados por un ejército capaz sólo de batirse con naciones pequeñas y tercermundistas y, aún así, derrotado por Corea y por Vietnam y pronto por los iraquíes, que no por El Irak. A los españoles nos atacó porque sí, secundados por prensa judía de Nueva York (Morgan, Hears, etc...). Nos arrebataron, aunque con mucha dificultad, Cuba, Puerto Rico, Filipinas, las Islas de los Ladrones (GUAM) y otros enclaves.

Pero no podemos contar con los sueños, aunque tengan una base verdadera, porque tampoco podemos confiar en nuestros políticos: Raro es el Presidente de alguna nación, o su jefe del Estado, que no sea masón, sociedad legal pero peligrosa. Recuerden al presidente de la República Alemana: Hertzog se llamaba. Prefiero alabar a España por sus dificultades y por sus asperezas. No me cabe duda de que España llegó a ser precisamente por ser pobre, por sufrir invasiones, por tener que endurecerse en la lucha por su independencia, en su escasez eterna, que no la forjaron conservadora - ¿de qué? - sino aventurera; que no la hicieron avarienta sino generosa y hasta manirrota; que no la volcaron hacia el placer sino hacia la sobriedad y, por ello, al cuidado de su fe y de su espíritu. A fuerza de guerrear sin pausa, la hicieron amante de la paz.

Tal vez parezca una curiosa forma de ver las cosas, pero no es un modo difícil de enfocarlas. La pobreza y las dificultades nos han acompañado siempre. Y son, también, pobreza y dificultades las que explican los más pletóricos momentos de resurgir nacional, mientras que la riqueza y el bienestar nos abocan siempre a la decadencia, al sueño de siglos y a la invasión.

Mi loor de España lo es, entonces, a lo que los españoles han deseado siempre: la justicia, porque fueron sometidos a la injusticia; la dignidad, porque padecieron las hambres y los piojos; la independencia, porque fueron muchas veces invadidos por pueblos y por ideas; la grandeza, porque tantos han intentado empequeñecerles; la fe, porque por ella les han combatido; y la esperanza, porque han sufrido la desesperación.

No puedo dudar (per aspera ad astra) de que por lo difícil se llega antes a las estrellas. La dificultad es un atajo peligroso pero rápido hacia la grandeza y una forja permanente del carácter de un pueblo. Un pueblo que, cada vez que vuelve a encontrarse con sus males, descubre sus virtudes y en ellas descansa, a veces violentamente, el peso de su destino.

¿Qué mejor decir de España? Se crece en lo difícil; sólo se aúpa al éxito cuando se sube sobre sus defectos y siempre, siempre, vuelve a ser ella misma en los peores y más confusos momentos, cuando todos la creen en trance de muerte.

Esta es su más duradera gloria; más que la de sus proezas; más que la de sus ejércitos; más que la de sus hombres heroicos, porque España entera reacciona heroicamente en el instante en que cualquier otro se rendiría. Y esta gloria, a través del dolor y de la angustia, es la que justifica mi esperanza y la que me hace confiar en que el renacer de España prenderá en todos los corazones y nos llevará al día en que, como Acuña dijo, vencido el mar, venza la tierra.

Que, buena o mala fortuna, un gran destino aguarda.

Laus Deo.

Contra lo habitual, este libro puede ser reproducido en todo o en parte sin citar su procedencia.


ANEJO

Hablar de España

Por Marcelo ARROITA-JÁUREGUI

[Artículo publicado en El Alcázar, en página 3, en los años Ochenta, con el nacimiento de la primera versión de «Hablar de España»]

UN reciente papel publicado en estas mismas páginas y que tenía más desahogo, de testimonio incómodo de una realidad, que pretensiones doctrinales, políticas o literarias, me ha valido un conocimiento que lleva implícita una lección. Gracias a él he sabido de la existencia menorquina de un intelectual español en la idea y hasta en la rabia, para decirlo en términos machadianos, que desde una juventud que se evidencia en lo que escribe, y hasta en el tono con que lo escribe, realiza un esfuerzo considerable para no dejarse llevar por el ambiente y hablar incansablemente de España, que es precisamente el tema que propone a los demás.

De Arturo Robsy no sé más que una carta breve –y en cierta forma exculpatoria de la posible acusación que mi artículo llevara- y tres publicaciones en edición multicopiada y paulatinamente mejorada que, según el autor, «hasta» se exponen en alguna librería, y «hasta» se venden. El tema de los tres folletos, u opúsculos, o como se les quiera llamar, no es más que uno: España. España abordada en poesía y en prosa, a veces desde el lugar común, las más desde planteamientos originales, unas veces con conciencia de actualidad, otras veces a guisa de recapitulación histórica, con indudables aciertos de interpretación y con inevitables incursiones en algunas verdades topificadas y, por ello, cosificadas, pero siempre útiles. Pero siempre España, y no sólo por modo inevitable, sino por decidida vocación y mandamiento del autor, cuya máxima incitación a los lectores es, precisamente, hablar de España sin cansancio, sin descanso, sin distracciones, para que la que él considera inevitable reaparición de España como tal en el concierto universal, ni nos coja desprevenidos ni nos coja desguarnecidos.

No voy a intentar una crítica de esos tres folletos, fruto de una fe y de una esperanza, aunque podría ser curioso destacar que su versión poética –excelente por otra parte, rigurosa hasta en la presencia de ciertos tópicos- se produzca en romances y no en otras formas poéticas. O de que, sin querer, se dé el hecho paradójico de que el folleto que más abiertamente combate por la españolización de los fines y de los medios de la vida española, y contra la imitación de cualquier pensamiento o ideología extranjeros, incluyendo al propio «nacionalismo», esté en su título amparado por algún título extranjero de éxito tan pasajero que ha hecho que ya esté olvidado cuando es aún reciente. Ni siquiera voy a mencionar alguno de sus diagnósticos más certeros, intelectual y políticamente, sobre la actualidad de España, aunque tal vez mereciera la pena para apagar alguno de los más triunfalistas sofismas que nos azotan y agobian. Y mucho menos destacar los puntos en que no comparto sus planteamientos y a veces su doctrina, toda vez que son accidentales y seguramente inanesante la coincidencia en el fin que preconiza. Ni algún juicio no por certero menos precipitado, fruto de alguna moda que no comparto, diseñada desde posiciones que sí comparto. Y ello porque todo eso, aunque importante, resulta trivial ante esta invitación que Robsy lanza a que hablemos de España, a que todo lo que hablemos se vuelva hablar de España, por encima o en cualquier otro género de discusiones y empresas en que nos veamos metidos, con el fin de que España no se nos olvide, no se nos pierda entre la palabrería que la misma España pueda despertar y provocar.

Me parece que con este «fan» he tenido más suerte que Pascual Maisterra con ese otro del que nos hablaba hace unos días desde su «Rincón», aunque también fuera fanático de España. Porque este «fan» balear que responde con obras a sus propósitos coincide más con el «amor de disgusto» que en estas páginas de EL ALCÁZAR suele ser norma y acicate, que con ese «amor de gusto» del «fan» maisterrino –y perdóneseme el adjetivo toponímico que ni siquiera sé si corresponde-. Y porque, en definitiva, nos hace una invitación necesaria –al menos para los del «amor de disgusto», que los otros seguramente no la consideran tal- a que, sin descanso, sin tregua, sin pausa, para todo, con todo, hablemos de España. Pero hablemos de España desde España, desde una constante reflexión española, y no desde fuera de ella, contemplándola más que viviéndola, diseccionándola más que compartiéndola, disfrazándola (con el disfraz que sea, asunto que, en definitiva, puede ser secundario) más que atendiéndola. Robsy espera que España sea un día, tal vez no tan lejano, acaso no tan próximo, un grito español para el que tenemos que estar preparados para compartirlo.

Aunque también crea que tenemos que hablar de España para demostrar, si hiciera falta, que sigue viva, aunque las apariencias la den por muerta y quieran amortajarla.
Hablemos, pues, de España, para que no se nos olvide hablando de otras cosas que parezcan España sin serlo, que sean un disfraz no español de una realidad española mortecina. Por supuesto, me uno a la propuesta de Arturo Robsy, con quien comparto españa, aunque no comparta muchos de sus escritos, ni muchas de sus apreciaciones… O, si se prefiere, sigamos hablando de España siempre, sin más cuidado que el de no retorizarla. Es decir, sigamos hablando de España con razón.

No sé más de Arturo Robsy que una carta y tres folletos o librillos. Pero leyéndolos me parece que cuando sea, y Dios quiera que sea pronto, se merece una lápida como la que ornaba un café de Bilbao, referida a don Pedro Eguillor. Pero con redacción en presente y no en pretérito y emplazada en el lugar más conveniente que, desde mi ignorancia sobre este escritor, desconozco.

Una historia: Poco después de la aparición de este artículo, empecé a publicar en el diario EL ALCÁZAR, propiciando con ello, alegre pero no inconscientemente, la censura y el silencio, premios que ostento con orgullo: hijos de la voluntad de hablar de España y de mostrarla como camino de perfección. En los meses siguientes tuve el honor de ser amigo de Marcelo Arroita-Jáuregui, alma diáfana, mente honrada, de quien es el momento de señalar que en este artículo añade una faceta importantísima al folleto: “Hablemos de España para que no se nos olvide hablando de otras cosas que parezcan España sin serlo”. A nadie se le oculta que hoy se nos informa y se nos comenta sobre una España que no es, que es partido, voluntad de corrección de la realidad con fines parciales, ya políticos, ya económicos; quieta e inmóvil situación que es pacto para dispersar la verdad. En suma: para hacer justicia a cada uno de los españoles, lo fundamental es devolverles España cual es, sin embarcarles en una España falsa que sólo existe en grupos de presión que van desde la “imagen” al partido; desde lo “correcto”, es decir ya corregido, a lo insistido.

Desconocer España en lo esencial es torpeza –repetida varias veces en la Historia- que siempre conduce a la incomprensión entre nosotros, al enfrentamiento y al odio, como espoleta de la sangre que se derramará en nuestras pendencias. Tal vez la verdad no nos haga libres, pero al menos podrá pacificarnos como titulares de los mismos destinos.

Que España no sea lo que parece sino lo que es. Y que lo que España es pueda decirse sin chantaje moral y sin que intereses extraños a nosotros lo oculten tras la palabrería habitual.

Desde que este libro hizo su primera salida en los años ochenta del pasado siglo, las tendencias que se observaban, casi incipientes, se han desarrollado y consolidado. No puede dudarse ya de que estamos en un cambio radical que afecta a lo fundamental y que restringe, proclamándolas, las libertades, los criterios y la entereza de pensamiento.

Tras los totalitarismos de la primera mitad del Siglo XX, se nos ha establecido una más moderna versión: El Estado Total. Ha terminado el Estado Instrumento, la simple y necesaria Administración, puro conjunto de dependencias unidas por cable telefónico y oficios. Ya era notable, en los años Ochenta, el esfuerzo de equiparar “Estado” con Nación. No bastaba con una administración mecánica dirigida por el partido que mejor propaganda hiciera y que aprovechara con más inteligencia las circunstancias. Los separatismos, más osados por más fanáticos, hablaban ya de Estado solamente, en lugar de España, de Patria, y se producían absurdos como aquel de “Llueve en el estado”, ente que nada tiene que ver con la geografía ni con el clima.

Como advertía Marcelo Arroita-Jáuregui, se nos olvida España hablando de cosas que parecen España sin serlo. Justamente el Estado, que substituye a España. Lo hace hasta tal punto que el Estado Total es el último referente, es la Religión absoluta y laica que decide, con coerción legal, sobre lo íntimo, sobre lo mejor, sobre lo que el hombre es y para qué lo es; sobre lo moral, sobre los diezmos y primicias, sobre lo que se aprenderá o se olvidará, sobre el sentido de la Historia o el objeto de la vida. Como se predicó de Dios en tiempos más serios y racionales, «nada sucede, nada ha sucedido, sin la voluntad del Estado.»

Estado Religión que es también Estado-Empresa, evolución final de aquellas Ciudades-Estado. Estado-Mercado. Para nadie más que para el Estado Total es lícito cambiar la sociedad, dirigirla en una dirección y nombrarse él mismo juez y parte y presentarse como no contingente, imprescindible para la vida, o sea, como necesario en lo absoluto y, por tanto, imprescribible y eterno. La última instancia de cuanto es y deviene.

El Estado Dios se ha arrogado la organización de la familia, el matrimonio, el bautizo, el rito funeral, el mito, el amor, la vida eterna, el criterio, el fuero interno, la lógica, la normalidad o anormalidad de hechos y enfermedades, y la información del mundo, intervenida absolutamente en una economía sin intervención: Hoy es muy difícil saber lo que sucede en realidad. También ese Estado Total está por encima de la paradoja y de la contradicción.
Quizá todo esto pesa cuando las sectas separatistas, esos fanáticos casi ciegos, se insisten «Naciones sin Estado», es decir «Naciones sin Dios.»

Pero algo no cambia tras hablar de España: el apacible sabor de palabras limpias en la boca.